Cuanto le debió al señor Dickens un profesor de literatura
Cuando llego al colegio «San Gabriel» en 1959, y me hago cargo de las clases de literatura y asumo la urgente e ingente tarea de hacer que un colegio que no leía volviese a leer y escribir como cuando yo fui su alumno ocho o nueve años atrás, fundó un club y lo llamo el «Club Bohemio». Mi libro Diarios del «San Gabriel» 1959-1962 registra el día 25:
«Se inauguró hoy el Club Bohemio. Sesión singular, como el plan y los anhelos del Club.
«Trátase de unas charlas sobre arte, apasionadas, libérrimas. Los miembros deben ser algo locos, incurables de achaques de belleza, y haber leído al menos treinta obras de gran literatura».
Y en los días 132-135 -páginas escritas el 23 de febrero de ese año 1959- el diario registra:
«El Club Bohemio ya no se llama Bohemio sino Pickwick.
En una sesión a la que asistimos seis miembros, lo resolvimos así por cuatro votos. Votaron por el cambio dos o tres entusiastas lectores de Dickens y yo. Un pequeño miembro se declaró en franca protesta».
Y el anotador de esos «Diarios» (que es y no es su autor, porque a los más de treinta años era y no era el mismo…) pone en nota a «Pickwick»:
«Pickwick sin duda por la novela de Charles Dickens «Papeles póstumos del Club Pickwick». A todos aquellos que fruncían la nariz ante eso de «Bohemio» -debía parecerles casi libertino y poco menos que pecaminoso…- esto de «Pickwick» seguramente les dejaba en babia. Y de eso, parece se trataba: en el fondo, en el fondo, Club Pickwick o Club Bohemio venían, para los efectos pretendidos por los antiguos «bohemios», hoy «pickwickianos», a dar en lo mismo: libertad sin trabas, camaradería y buen humor, gusto por las cosas de la vida».
El Club Pickwick era el más famoso club de la literatura, y el libro de Dickens sobre ese originalísimo club era uno de los más divertidos que yo hubiese leído.
En 1836 Charles Dickens, que a sus veinticuatro años aún no gozaba de esa inmensa fama que empezaría a conquistar precisamente con este libro, fue invitado por el editor Chapman a escribir la historia de su club, el Nimrod, y los lances deportivos de sus miembros, que se editarían con unas viñetas de Robert Seymour. Dickens consiguió que se cambiase el nombre a Pickwick y empezó a tratar de que se le dejase contar las peripecias que su fecunda imaginación había concebido. Y resultó que el editor se murió y Dickens se sintió a sus anchas para escribir su novela. El dibujante que firmaba como Phiz (H.K.Brown) sucumbió a las divertidísimas peripecias urdidas por el gran escritor, y en abril de ese mismo año 1836 comenzó a aparecer por entregas The pothumous paper of the Pickwick Club (Los papeles póstumos del Club Pickwick).Para noviembre había terminado la publicación por entregas, y se vendían de cada entrega cuarenta mil ejemplares. Ese mismo año se publicó el volumen.
Había nacido el estilo dickensiano y comenzado a construirse una de las más ricas galerías de personajes de la literatura inglesa.
Y se había escrito una de las grandes novelas de humor da literatura universal.
La «tesis de bachillerato» era para mí, como profesor de literatura, la última y más importante oportunidad para formar a mis alumnos. Por eso, cuando se suprimió la obligación de esa gran tarea final y se la reemplazó por inocuas novelerías (como una alfabetización poco menos que inútil), lo lamenté como el que más. Y la única razón para dar fáciles salidas a los aspirantes al bachillerato era esa ley que ha presidido por décadas nuestra educación: la ley del menor esfuerzo.
Pues bien: con mis alumnos de «sociales», cada año elegíamos un asunto común, y se repartían los estudios monográficos. Yo les daba la teoría sobre el tema escogido y el instrumental para el análisis literario.
Un año elegimos trabajar sobre las grandes novelas de humor de la literatura, que eran, sin más, de las mayores novelas de la literatura. Tan grandes -y divertidas- como Viajes de Gulliver (Jonathan Swift), Gargantúa y Pantagruel (Francois Rabelais),El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha(Miguel de Cervantes Saavedra), Tom Jones (Henry Fielding), Las alma muertas (Nicolai Gogol), Cándido (Voltaire), Las aventuras de Huckleberry Finn (Mark Twain) y, por supuesto, Los papeles póstumos del Club Pickwick. De lo contemporáneo novelas como esa deliciosa burla de las costumbres funerarias de los norteamericanos, que es Los seres queridos de Evelyn Waugh. Esta novela se la entregué a uno de los alumnos mejor dotados para el humor que he tenido, Benjamín Ortiz Brennan. Que nunca quiso asumir esas estupendas dotes y prefirió irse por lo serio… hasta la cancillería y la dirección de Hoy
En fin, que hubo una de esas grandes novelas para cada futuro bachiller y, después de trabajar con ellas todo el año, escribieron sus tesis y nos dieron estupendas clases. No recuerdo a quién le tocó divertirse todo el año con Los papeles póstumos del club Pickwick, y comenzar a asomarse al mundo de Dickens.
Yo, por mi parte, aproveché la ocasión para volver a esas escenas que, una vez más, me hacían reír a carcajadas.
Cuando Mr. Pickwick y sus amigos de esa sociedad dedicada a referir sus viajes en pos de las costumbres y rasgos pintorescos del hombre están a punto de complicarse en un desafío por culpa del enredador Jingle. Cuando en casa del hospitalario Mr. Wardle, Jingle se fuga con Raquel, madura hermana de Wardle, y este con Mr. Pickwick salen a perseguir a los fugitivos y recuperar a la dama.
Y en este punto entra en escena Sam Weller, como criado de Pickwick, y ya tenemos un par como Don Quijote y Sancho, con el divertidísimo personaje de Sam.
Y cuando Pickwick y Sam Weller, estafados por Jingle, salen en su persecución y en Ipswich Pickwick entra involuntariamente en la alcoba de una dama de edad y un admirador de la señora aquella lo lleva a los tribunales. Y cuando Mrs. Bordell, la hotelera, se imagina que Pickwick la pretendía en matrimonio y lo procesa por rompimiento de promesa…
En mi libro El camino del lector puse Los papeles póstumos del Club Pickwick en el sexto nivel -15 y 16 años-, en el apartado 2 «Grandes novelas de la literatura agrupadas por literaturas«, con este comentario:
«Obra maestra del humor inglés. Y, como en las novelas de Dickens, toda una galería de personajes, y un mundo bullente de vida y animado por cálidos toques.
Picaresca inglesa, rica de situaciones equívocas. Humor de las situaciones, de los personajes, del habla. Estilo al servicio del humor. Aciertos expresivos.
Lectura divertidísima para el lector con sentido del humor y hábito de leer buenas novelas».
Del paseo nocturno al que Dickens llevó a Caperucito
Caperucito era un niño que amaba los cuentos y quería saber si había cuentos en el mundo en que él vivía. Por su amor a los cuentos había sido invitado por el Consejo de Ancianos al 12.000 Festival de Cuento, que se iba a realizar precisamente en la pequeña plaza de su pueblo, Comillas.
Aquella noche se había pasado leyendo ávidamente, a escondidas, La Canción de Navidad, y, cuando su madre le había apagado la luz para que se durmiese, su cuarto estaba lleno de criaturas. Como Scrooge con su gran nariz y el pobre Bob Cratchit y hasta Marley con su cadena hecha de cajas de caudales y libros de cuentas… Y estaba allí un personaje al que no conocía. Y aquel, precisamente, empezó a parecerle el personaje más interesante.
Era un hombre de mediana estatura, un poco corpulento, tenía cabello abundante, bigote y una barba de trazo recto como una franja; el color de la piel era… cómo decirlo… casi metálico: palidez, pero llena de vida. La vida provenía, acaso, de sus ojos negros que brillaban y saltaban de aquí para allá con una movilidad excepcional; unos ojos que taladraban, pero con una mirada amable, apasionada. También la boca, ancha, era nerviosa como sus ojos. Vestía un vestido raro, semejante al de otros personajes: levita de terciopelo, con cuello alto; chaleco de color; corbata exuberante, pantalones amplios; sostenía entre sus manos un sombrero blanco.
Todos los otros personajes se fueron despidiendo, haciendo una profunda inclinación al extraño personaje.
Y cuando se quedaron solos Caperucito y el personaje aquel, este, tras hacer una amplia reverencia, que no se podía saber si era seria o como las que hacen los payasos de circo, habló finalmente y dijo:
-Es para mí un honor hacer esta visita al pequeño Caperucito, invitado de honor de los Ancianos a Festivales de Cuento. Y ha sido un gusto para mí presentarme acompañado de aquellas de mis criaturas que Ud., mi pequeño amiguito, ha conocido en esta noche…
Caperucito no se atrevió a interrumpir ese hermoso torrente de palabras con una pregunta. Pero el personaje, que pareció haberle adivinado, prosiguió:
-Pienso que Ud. se preguntará, extrañado acaso, por el nombre de quien en forma tan extraña y tan a deshora lo visita. Mi gracia es Charles Dickens.
Y Charles Dickens le dice al pequeño que es de Londres:
-¡Oh, Londres! Una niebla que es como si se hubiese derramado cerveza por toda la urbe
Se rió Caperucito, y el personaje le preguntó si le gustaría conocer Londres.
Y, para poder charlar y reírse a sus anchas, sin que se despertasen los padres del niño, le dice que mejor se iban por ahí de juerga.
Y lo lleva por Kent. «Aquí viví de niño», le dice. Y a Rochester, al pasado. Y se pegaron a los cristales escarchados de una ventana baja, pobremente iluminada. Pudieron entonces ver un espectáculo divertido:
Un niño de como unos cinco años, encaramado sobre una mesa, hacía gracias y cantaba canciones cómicas.
-Sí ese niño soy, o fui, que aquí fuera del tiempo da todo igual -explica Dickens a su pequeño compañero de viaje-. Desde entonces viví contando cosas a las gentes y haciéndoles reír. Y las gentes me aplaudían y se reían; se reían mucho. Por todas partes se leían mis libros: diez mil veces se editaron mis libros durante mi vida. Y millares y millares me escuchaban cuando hablaba.
Y después fueron por las calles de la vieja Londres. A Marshalsea, donde -le dijo Dickens con la voz ensombrecida- estuvo preso mi padre por deudas…
Y reviven la escena de la taberna, donde el pequeño Dickens pide una cerveza, y responde al tabernero y la tabernera con deliciosas mentiras, y le sirven su cerveza.
Pero, ¿para qué seguir a los viajeros en sus andanzas por la vida de Dickens, si está todo contado con detalle en el capítulo V de Caperucito Azul?
Y esta fue mi deuda con Dickens en el siguiente tramo de mi vida, cuando escapaba de los laboriosos estudios de teología, historia de las religiones, derecho canónico, escritura y etcéteras, para hacer excursiones nocturnas con Dickens por las neblinosas calles de Londres…
Editor del libro «Diarios del San Gabriel» en 1995 fue José Miguel Alvear, miembro y presidente de su Academia Literaria del Colegio San Gabriel, otro de sus históricos logros intelectuales. Una de varias publicaciones del Primer congreso llatinoamericano hecho en Ecuador en beneficio de ASIA Ecuador, ASIA Latinoamericana y la Unión Mundial de Antiguos Alumnos.