Sobre la escritura, el libro y la lectura
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Uno de los días memorables de mi infancia fue aquel en que aprendí a leer. Solo, con un libro que se llamaba Semillitas, descubrí que uniendo las letras «m» y «a» y otra «m» y otra «a» leía la palabra «mamá», e igual cosa ocurría con «ca» y «sa». Ya no era cuestión sino de seguir reconociendo palabras escritas y unirlas. ¡Ya sé leer!, fue mi jubiloso hallazgo.
Y ¿por qué era tan importante en esa casa saber leer?
Porque vivíamos rodeados de libros. En toda suerte de estantes y alacenas y por donde se podía ubicarlos. Mis dos padres eran profesores y lo único que tenían en abundancia era libros.
Poco a poco fui cobrando destreza lectora y accediendo a muchos libros que me divertían. Recuerdo, entre esas primeras lecturas de libros, los de Constancio C. Vigil, de la Biblioteca Infantil Atlántida, cada página con una divertida ilustración de Federico Ribas: Botón Tolón, La Hormiguita Viajera, El Manchado, Juan Pirincho…
Yo fui muy tempranamente un gran lector. Lo que leyese lo entendía y, con ciertos libros, me divertía.
Mis dos primeros años de escuela fueron un desastre: ¡cuatro escuelas! Y de dos de ellas expulsado… Para completar el segundo grado fui a parar, por mi madre, que era muy católica, al Pensionado La Salle de Hermanos Cristianos, donde completé ese grado e hice el tercero. Allí todo funcionaba por vales y competiciones. En lectura nos hacían parar a todos los alumnos del grado junto al pupitre, todos con el libro de texto en la mano. Y el señalado leía en voz alta. Si leía bien, avanzaba unos puestos hacia lo alto de la fila; si mal, bajaba. Me tocó leer y lo hice tan bien que subí, de una, no sé cuántos puestos. Para mí leer así no tenía nada de raro.
En la escuela en que completé mi primaria un grupo de alumnos leíamos incansablemente, uno tras otros, unos folletones de aventuras: La Sombra, Bill Barnes, Doc Savage… Pero yo, en una alacena de la casa di con un tesoro: Morgan, El Corsario Negro, Honorata de Wan Guld… ¡Salgari! ¡Cuántas noches me desvelé viviendo las andanzas de esos filibusteros, que para mí eran estupendos héroes!
De allí al mundo de la capa y espada había un paso y me fasciné con El Jorobado o Enrique de Lagardere, de Paul Feval, y con El caballero de la taberna y El Cisne Negro, de Sabatini. Algunas de esas novelas las leía en la revista argentina Leoplán, que en cada número traía una novela completa. En Leoplán leería mi primer Tolstoi y mi primer Dostoievski.
Pero vuelvo a los años escolares, a mis doce años. Cuando se acercaban las vacaciones de verano —que duraban tres meses—, en casa todos nos proveíamos de libros. Mis padre los traían de las bibliotecas de sus colegios. Y lo cuento porque en esas vacaciones de mis doce años di con uno de los mayores hallazgos de mi historia de lector: Los tres mosqueteros, de esa enorme figura de la literatura francesa que es Alejandro Dumas. Acabada esa novela se seguía con Veinte años después y El vizconde de Bragelonne, que tenía ya más de chismes de alcoba que de briosa aventura y por eso no le gustaba mucho a mi madre que lo leyese.(Como le parecía terrible, aunque no me llegase a prohibir, que yo leyese Resurrección, de Tolstoi). Algo más tarde leí El conde de Montecristo, que es uno de los libros que más me marcarían para toda la vida…
Leía desaforadamente. Escuela y colegio me importaban bien poco: lo que me apasionaba era leer. A muchos de los fascinantes libros que leí en esos años de infancia y primera juventud he rendido homenaje en mi obra El camino del lector. Ante esos 2.600 libros puestos allí en escalones de lectura y por apartados de preferencias lectoras, y comentados hasta apasionadamente, muchos se han preguntado: ¿Cómo pudo leer todo eso? Creo que lo que he recordado aquí responde un poco a esa pregunta.
2
Alguien que leía tanto y tan bien debía tener también destrezas de escritor. De escolar gané concursos de escritura e hice quedar bien a la escuela con ciertos discursitos que a los profesores les parecieron «brillantes». (Lo cual más de una vez me salvó de una nueva expulsión…).
Y había en mi casa algo que me impulsaba poderosamente a ser escritor: los personajes a quienes mis padres admiraban, y en caso de alguno al que conocían se ufanaban de ello, eran escritores.
Y por esas intuiciones hondas, que tienen más de amor que de frías razones intelectuales, mi madre estaba segura de que yo sería escritor.
Mi madre, cuando muy joven había ingresado como vicerrectora a uno de los planteles más prestigiosos del Quito del tiempo, el liceo Fernández Madrid, y allí había hecho amistad con la profesora de literatura del establecimiento, que era una de las mayores prosistas e intelectuales del tiempo, acaso la mayor del siglo XX en el Ecuador: Zoila Ugarte de Landívar. Seguramente habló a doña Zoila del hijo que quería ser escritor. Ello es que la ilustre escritora solía recibirme en su departamento y me corregía mis redacciones. Y la autora consagrada charlaba con ese chiquillo de doce años sin hacerle sentir la larga distancia de edades…
Y bien, Zoila Ugarte de Landívar me corrigió el primer texto largo que escribí, casi un pequeño libro.
Al terminar el año escolar, la escuela Espejo, donde había ido a recalar mi tortuosa vida estudiantil, organizaba una gira que recorría todo el país, desde Quito, pasando por las capitales interandinas y Cuenca y Loja, hasta ciudades costeras de El Oro y Guayas. Para esa excursión mis padres me compraron un cuaderno bastante grueso y me recomendaron que ciudad tras ciudad por donde pasáramos escribiera lo que veía. El cuaderno se llenó y muy ufano puse título a ese primer libro: Recuerdos de una excursión.
En mi casa no había máquina de escribir. Ya he dicho que lo único que mis padres, que vivían de sus pobres sueldos de maestros, tenían en abundancia eran libros. Así durante varias noches lo pasamos a limpio en tres copias: una escribía mi madre, otra mi padre y la tercera yo. Y se dio cierto conflicto estilístico, porque uno era el estilo de mi madre, otro el de mi padre y otro el mío, y mis padres querían meter mano, aunque yo protestara… Yo conservo uno de esos tres ejemplares manuscritos. El que tiene alguna corrección de puño y letra de Zoila Ugarte de Landívar.
Saltando años de colegio, en que escribí muchos textos de ocasión —en mi curso me llamaban «el literato»—, hice estudios de humanidades con los jesuitas, y pienso que en contacto con la literatura griega y latina —en su lengua— maduró mi estilo. Traduje algún poema de Horacio —¡vaya reto!— y escribí ensayos sobre esas literaturas y la ecuatoriana. Más tarde traduje, adapté a la escena y dirigí su representación de Canción de Navidad, de Dickens.
Los mejores textos eran los de un diario, lo cual es un decir porque solo escribía cuando estaba sacudido por alguna emoción intensa o por algún pensamiento hondo y desasosegante. Por eso lo titulé Neuma, que es viento, espíritu, según aquello bíblico de que el espíritu, neuma, sopla donde quiere. Algunos de esos textos me han servido para obras literarias como Historia del niño que era rey y quería casarse con la niña que no era reina. Otros son importantes para iluminar aspectos de la creación de otras de mis obras. Pero Neuma, escrito desde 1959 hasta ayer no se ha publicado, y un primer tomo transcrito a máquina lo han leído solo unas cuatro personas…
Los textos de Neuma son esas agitaciones del espíritu que he querido fijar por la escritura, en plena inmediatez.
Después comenzarían los cuentos contados a pequeños amigos, en el Ecuador y en España y algunos de ellos alcanzarían la fijeza de libro impreso en El grillito del trigal. Lo más hondo, iluminado o agónico de mi visión del mundo y el hombre lo diría en libros para niños: Historia del fantasmita de las gafas verdes, Caperucito Azul, Tontoburro. Aunque los adultos meneen la cabeza escépticos, los niños han entendido esos libros mejor que ellos. Y, por supuesto, los han disfrutado infinitamente más.
3
Quien tiene la lectura como una de las prácticas cotidianas de su existencia logra, aunque sea sin que lo perciba conscientemente, una visión más honda y más rica de cuanto lo rodea, desde los humanos, comenzando por su círculo familiar, hasta sucesos y acontecimientos del país y el mundo. (Y si es lector de historia o novela histórica ese horizonte se enriquece aun más).
Iniciaba un curso de animación a la lectura en una pequeña ciudad de la costa ecuatoriana, Jipijapa, y pedí a las profesoras aquellas decirme por escrito el libro más interesante que hubiesen leído en los últimos seis meses. (Alguna me pondría: El Algebra de Baldor). Y una de las cursantes escribió: Romeo y Julieta. En privado, le pregunté qué era lo que le había interesado de esa obra y me respondió: «Yo tengo una hija adolescente. No la entendía, y estábamos distanciadas. Pero leí ese libro y comencé a entenderla».
Desde la experiencia de mi ya larga existencia, he de confesar que todo lo más decisivo de mi carrera de intelectual, maestro, lingüista, historiador de la literatura y crítico literario y de arte lo he aprendido en la lectura. En el contacto directo, personal y solitario con el libro. Una sola historia de esa relación entrañable con el libro.
Veía yo en el bar del colegio que los que más se interesaban por algo eran los jugadores de ajedrez, clavados sin respirar frente al tablero. Yo no sabía jugar aquello que parecía tan interesante.. Así que fui a la Biblioteca Nacional y pedí un libro para aprender a jugar ajedrez. Y la bibliotecaria, muy gentil, me pasó un libro del gran maestro Enmanuel Lasker. A los pocos días jugaba con mi padre. Y él me daba las reina. Pero luego rechacé esa ventaja. Lasker me enseñó celadas. Y un día cuando entregué una pieza, mi padre me dijo: «Ya te distrajiste: vas a perder el alfil». Yo insistí en esa jugada. Y a los cuatro movimientos le daba mate… Yo y Enmanuel Lasker. Yo y el libro.
Alangasí, 15 de noviembre de 2012.
Texto escrito a solicitud de Sergio Andricaín e incluido, de forma parcial, en el libro La aventura de la palabra (Miami: Fundación SM, Fundación Cuatrogatos, 2014). Se publica íntegramente por primera vez en Cuatrogatos en febrero de 2021.