Moscoso, el paisajista de su generación

La pintura ecuatoriana de los treinta y cuarenta -la mayor parte de la cual se ha etiquetado como “Realismo Social”- estuvo centrada en el hombre. Al fin y al cabo era una obra de denuncia de la situación social de los marginados de campos y suburbios; en especial, del mayor de los marginados de la patria, el indio. A esas víctimas de la injusticia se las convocaba a telas dramáticas para obligar a verlas a una burguesía de insensible e hipócrita miopía, que era la que frecuentaba salones y consumía arte -un arte hecha para su consumo.

En una pintura así, el paisaje apareció de escenario de vida y pasión de esos seres lamentables o como su hábitat, y hasta como un actor más de aquella condición humana miserable. La cueva en que se hacinan esos seres desvalidos de “Tormenta” (1943) de Diógenes Paredes, mientras afuera se descuelga inmisericorde tempestad, o el paisaje terroso, de áspero lomerío, en que se han acostado en fraterno abrazo las dos mujeres indias de “Cangahua” de Pedro León (premio “Mariano Aguilera” de 1941).

Y en ocasiones, más bien raras, un paisaje de exasperado expresionismo buscó en él razones para las angustias sociales. Eso fueron los “Quito”, el horizontal y el vertical, de sombría grandeza, de José Enrique Guerrero, o el paisaje costeño de violenta distorsión de perspectiva y espacio de César Andrade Faini.

Pero hubo en la generación un artista que se volcó al paisaje. Al paisaje sin más. No era que se sintiese ajeno a la suerte de los habitantes de esta tierra que habían requerido con tanta urgencia a sus compañeros de irrupción generacional. Porque era uno de ellos y participaba de sus rabias sociales lo mismo que de su desenfadada bohemia y sus empresas culturales y artísticas.. Lo que con ese artista sucedía era, pienso, que había calado, acaso obscuramente, en ese agujeo de sentido -ese “whole”- que denunció Lacan, y hallado que sin una visión e interpretación nueva del paisaje la nueva representación del hombre ecuatoriano resultaba incompleta, falta de esa base sobre la que todo debía edificarse.

Debíase completar la nueva cosmovisión con un nuevo paisaje. Así como la representación anterior de lo humano había sido académica, neoclásica, estetizante y acomodaticia -visualmente clara, amable, “bonita”, como para colgarla en la sala y hasta en el comedor-, el paisaje había sido romántico, bucólico, luminoso en los mejores casos, convencional y estéticamente impactante, también en los mejores casos -y todo eso hasta en las producciones de mayor grandeza, como las largas profundidades de los horizontes de los valles de Luis A. Martínez, las inmensidades de sus páramos y las austeras soledades de sus arenales y cumbres.

Debía hacerse el paisaje de la nueva sensibilidad; el paisaje de esa modernidad que la generación había inaugurado con su versión social americana del expresionismo. Y esa es la empresa que en ese decisivo tramo de nuestra pintura del siglo XX emprende Luis Moscoso y que la presente retrospectiva del Centro Cultural “Benjamín Carrión” quiere volver a la memoria cultural de sociedad tan olvidadiza como la ecuatoriana de los bulliciosos y frívolos tiempos que vivimos -bueno, eso de “vivimos” es lugar común cada vez más desprovisto de real sentido para humanos que día a día viven menos..

Moscoso, que, nacido en 1915, era uno de los últimos en unirse a la gran empresa del grupo generacional decisivo, tras comienzos en que buscó realizar esa modernidad, que sentía como la gran responsabilidad de los artistas que irrumpían en el horizonte de las artes visuales de la patria, en el motivo humano, tratándolo en matrices geometrizantes postcubistas, con más sutileza que fuerza, se volcó al paisaje. Sin perder la voluntad innovadora propia de la generación irrumpente, iba a hacer el paisaje de la modernidad. Lo uno y lo otro nuestro. Nuestra tierra, nuestro aire, nuestros árboles, nuestros campos y montes, nuestra casa campesina, nuestros pueblos serranos.

El salto a la modernidad de la pintura occidental ha estado marcado por la nueva morfología. Que ha supuesto una des-estructuración de las formas para su re-estructuración. Esta fue, en esencia, la empresa del cubismo. Pero el cubismo la intelectualizó extremosamente, y dejó fuera de sus radicalizados ejercicios la cosa, en su ser de cosa, y, como una cosa más, la cosa grande, el paisaje. El fundar la gran novedad morfológica, sin perder en el proceso la cosa, es decir, la naturaleza, lo había hecho ya un gran maestro, cuyo peso decisivo llegaría hasta ese joven artista quiteño que a mediados de la década de los cuarenta había arremetido con la gran tarea de dar a la nueva pintura ecuatoriana su paisaje. Ese gran maestro fue Cézanne.

El maestro de Aix-en-Provence quiso ir en su paisaje más adentro de lo apariencial: a la estructura subyacente. Y buscó -en palabras de Kandinski- “reducir los objetos que pintaba a simples cosas pictóricas”. Cézanne reduce los elementos del paisaje a  formas casi geométricas elementales. “La naturaleza -dijo- puede expresarse por el cubo, el cono y el cilindro. Quien sepa pintar esas simples formas puede pintar la naturaleza”. Y él las supo pintar con sólida y rica plasticidad y con dibujo preciso, destacado todo por un empaste minucioso. Y esas formas las organizó con riguroso equilibrio y fina armonía.

Pero también en el color Cézanne fue un maestro. Aspiró a unir la claridad y vibración de la paleta  impresionista con esas sólidas estructuras formales. El suyo fue un color de extremado refinamiento. Y ese color se convirtió en recurso -nuevo y sabio- de profundidad. El maestro no consigue la profundidad de sus paisajes por perspectiva lineal sino por la alternancia cromática de cálidos y fríos.

Este somero análisis del aporte de Cézanne al arte del siglo XX -en sus albores: el artista murió en 1906- nos deja en posesión de las grandes claves para apreciar y entender el paisaje de Moscoso, en sus dos grandes capítulos de poética y retórica: las formas y el color.

En las formas se dio en esta dirección hacia lo esencial una sostenida evolución. En la monografía que escribí para la revista Diners -en 1991- lo destaqué. “La evolución de las formas se da en una dirección de simplificación y sólidos equilibrios constructivos dentro del espacio. Un desnudamiento progresivo de lo accesorio contribuye al efecto de solidez. Y la geometría  presta rigor a la composiciónm de los bloques que color y luz -una luz difusa- destacan en su volumen. Formas elementales y composición austera se han aprovechado, de modo muy personal, de lecciones de Cézanne”.

Pero fue más importante, y más apasionante, para el artista quiteño la búsqueda y hallazgos -sucesivos, inagotables, de severa belleza- de la cromática para ese paisaje. “Aventura en color” titulé la nota que escribí para su muestra de la galería “Altamira”, de mayo de 1972. Y hacía allí arrancar esa historia de finales de la década de los treinta. En La pintura ecuatoriana del siglo XX -pequeño libro publicado en 1942- Llerena distinguía en la pintura de Moscoso una época fría y sin luminosidad, de otra de colores cálidos y más luminosa. Sondeaba sin duda el joven artista -apenas egresado de la Escuela de Bellas Artes-  límites y posibilidades del color. Y maduraba una cromática nueva, personal y sabia, que donde se realizaría con la mayor riqueza y la mayor sutileza sería en el paisaje.

El tramo 1957 a 1962 nos lo presenta ya en posesión de ese fino instrumento plástico. Seguro, presenta su obra en el más simportante Salón nacional y su cromática seduce a jurado y públicos: “Acuario”, gran premio municipal “Mariano Aguilera”, 1957; “Niebla”, premio adquisición “Mariano Aguilera”, 1961, y “Preludio y fuga”, primer premio “Mariano Aguilera”, 1962. “Niebla” y “Preludio y fuga” -que podrán verse en la antológica y su catálogo libro- eran espléndidos ejercicios cromáticos sobre una matriz paisajística. La acuarela “Niebla” -que fue una de las obras mayores de la “Pequeña antología de la moderna acuarela ecuatoriana” que presentó el Centro Cultural “Benjamín Carrión” en  2001- se aprovechaba de un paisaje elemental -una montaña, arriba, y un pinar, abajo, más cielo y nieblas- para hermosísimo juego de azules agrisados que se difuminaban hacia blancos teñidos de rosados y violetas, más recatados y sutilísimos verdes. El paisaje estaba allí, e impresionaba con su ser de paisaje, austero, casi triste; pero la plenitud de la obra era estética: sabio manejo del color y especial dominio de la técnica de la acuarela. Y “Preludio y fuga”, sobre un esquema compositivo arbóreo, muy libre, se extremaba en variaciones cromáticas de valor y tono, desde toques de bermellón -breves, nerviosos- hasta un estallido blanco, pasando por una “fuga” de tierras y ocres cada vez más claros. Todo ello en juego de rico movimiento y ondulado ritmo. Fue alarde de musicalización de lo visual, y a ello aludió el título.

A partir de entonces el avance se da en sostenido juego de equilibrios, mutuos enriquecimientos y tensiones entre las formas y el color.

Para 1972, en esa que califiqué de “Aventura en color”, el artista lucía en sus gouaches, sin el menor alarde o estridencia, admirable riqueza cromática, en los más variados juegos. Color dominante, colores contrastados, colores degradados; contrapuntos y fugas. Grises que guardaban en sus entrañas cálidos que les conferían extrañezas. Era un oficio lúcido, concienzudo, meticuloso que convertía a Moscoso en el más sugestivo colorista de la plástica ecuatoriana de esos años. Y a esa maestría en el manejo del color se sumaba el trabajo de la materia. Recuerdo gouaches a los que con látex se había dado calidades transparentes y especialmente luminosas.

Artista que tan de tarde en tarde mostraba su obra, vuelve a exhibirla -en la misma galería “Altamira”- a solo dos años, en 1975. Y es que, pienso, quería mostrar la suma y síntesis de esos dos ámbitos decisivos de construcción y color a que había arribado. Había colgado en las paredes de la galería obras constructivistas en que el color era elemento estructural y obras en que la construcción se había rendido al juego cromático y quedaba solo como primer principio de organización.

En la primera dirección había montañas que eran puras formas; recias reducciones geometrizantes del motivo. Y lo eran también pequeños caseríos o diminutas iglesias alojadas en el seno de ese paisaje austero.

En la otra dirección se avanzaba hasta obras que parecían trascender de la esfera de lo visual a la de la música. Había esa musicalización sutil y exacta del color, que era lúcido empeño del artista, que venía de muy atrás: hemos visto que como “Preludio y fuga” había anunciado la tela que le valió el premio municipal en 1962, en explícita alusión a ese tratamiento como musical de los motivos. En la muestra del 75, en obra que destaqué en algún artículo como especialmente bella, se asistía a la vibración de toques sutiles de naranjas, cada uno de diferente intensidad, sobre un entramado de verdes finísimos, todo tratado con rigor casi geométrico en juego de pequeños planos verticales y horizontales. Alguna pieza de la presente retrospectiva, si no es la misma, la recuerda: “Abstracto”. En alguna otra obra esos juegos eran más variados: la desarmonía como elemento de la musicaliuzación cromática de armónicos dominantes. Hubo obras en que la musicalización del motivo se confiaba al ritmo: ritmos vigorosos de cálidos. Y “Abstracto en azul”, también en la retrospectiva, lograba con los azules atmosféricos y los ocres azulosos de los árboles desnudos, en contrapunto con la claridad amarilla de un sol invernal, un tratamiento musical del color por contrapunto y fugas. (Eso de “abstracto”, más que definición estilística, era un modo de orientar la atención del espectador hacia una musicalización cromática que se imponía a figura y forma). Y en esta voluntad empecinada de tentar lo musical con la materialidad de la materia cromática se llegó a cuatro obras que eran una respuesta visual a las cuatro estaciones de Vivaldi: la solidez brillante del verano, la nostalgia serena del otoño, los deshacimientos y nacimientos de la primavera y las azules frialdades del invierno.

En otras obras, espléndidas, se asistía a la tensión y síntesis de lo compositivo y lo cromático. Una -también se la podrá ver en esta retrospectiva- era canto a las cosechas serranas. Suerte de “variaciones” de ocres y amarillos, con el ocre como dominante -en el sentido visual y en el musical-, para sólida composición entre rítmica y geometrizante, que con mórbidas curvas organizaba la estructura de colinas, lomas y parvas.

Y “Volcán” -que pertenece a la Casa de la Cultura, pero también está en la retrospectiva- había reducido el cono del monte a recias formas geométricas -puras formas  en ocres con leves cálidos fuertemente delineadas por cafés- y la boca del cráter era bramido de fulgurantes bermellones en tenso contraste con cenizosos negros y bullentes blancos. Todo contra sombrío y riquísimo cielos de grises. La musicalización también podía ser tremenda.

Esa fue la última exposición de Luis Moscoso. A partir de entonces imposible situar cronológicamente obras en la trayectoria del artista. Y acaso menos necesario. Como que el camino había culminado largas jornadas de páramo y se había abierto a luminosos y extraños horizontes de paisaje. Lo allí cobrado puede verse en obras de esta retrospectiva, una buena muestra antológica de la sostenida producción del artista. Pasan apenas del medio centenar, pero, tratándose de artista tan riguroso y exigente con lo suyo, que pintó más bien parcamente, podemos darlas por representativas. Resquicios hacia un paisaje patrio que él penetró como nadie, en su puro ser de paisaje; es decir en esa palabra que el espíritu contemplativo escucha frente a la naturaleza, que eso es, en lo más profundo, el paisaje.

La musicalización del motivo cobró solemnidad en las visiones de cumbres andinas entre lagos de nieblas; se hizo silencio en la insinuante belleza de “Pastaza”; se tornó desolación en los grises azulados de “Arbol” o “Naturaleza” ; contrastó la amable calidez de la casa campesina con la severidad austeridad del monte en algún “Paisaje”; hizo de dos minúsculos caballos en ocres aguda nota contra los verdes de prado y azules severos de una inmensa montaña en otro “Paisaje”, y arribó a remansos líricos en sus visiones de nuestras lagunas -“Cráter” o “Papallacta”…


                                    Pupila dulce y triste de los páramos

                                    ingenuidad dormida

                                    en las rodillas duras de los montes

                                    como una pobre niña.

 

                                    Pureza custodiada

                                     en ignotas y austeras lejanías,

                                    con murallas de vientos y de altura,

                                    bajo la sola inmensidad tranquila.

 

                                    Agua para mirarla un breve instante

                                    con agua de pudor en las pupilas.

 

            Así vio y sintió Carlos Suárez Veintimilla la laguna de Cubilche. Me vino  la memoria ante esas silenciosas, solitarias y un tanto tristes, bellísimas lagunas de Moscoso.

 

Parecía imperioso tributar un homenaje al gran artista en sus noventa años y casi setenta de trayectoria pictórica, de tan lúcido avance hacia algo tan nuestro, tan entrañable y rico de resonancias como nuestro paisaje. Pequeño homenaje ante obra, aunque meticulosa y parca, vasta; pero significativo. Para el público oportunidad de acercarse a momentos de especial plenitud de esa empresa creativa, que cuenta entre lo grande que hizo nuestra pintura en el siglo XX.

Alangasí, en el Valle de los Chillos, agosto de 2006

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