Leonardo Tejada
I
“Nació en la capital de Cotopaxi, hijo de un célebre ebanista diseñador de muebles”, escribió, de puño y letra, Leonardo Tejada en unas páginas de recuento de su vida que me entregó, no recuerdo bien con qué ocasión y he conservado como precioso documento.
Su padre fue don Virgilio, afamado trabajador de la talla artística y otras destrezas del oficio, que trasmitió a sus hijos y también a Leonardo, que, ya pintor famoso, haría con su hermano Miguel Angel obras de ebanistería y talla en los retablos de la iglesia de la Concepción de El Tocuyo, Estado de Lara, en Venezuela, y tallarían rosetones de madera para cubrir el cielo raso del recinto legislativo, por entonces huésped del Palacio de Carondelet.
“Tejada pertenece a una familia de artistas tallistas de la madera” escribió, con no disimulado dejo de ufanía, nuestro artista líneas abajo en ese texto autobiográfico.
Sigue el precioso documento con la infancia, y nos da todo lo que se ha podido conocer de esos años a los que tan parcamente se refirió siempre el artista. Volviendo la mirada a esas tierras altas donde la historia personal confina con la fábula y el cuento, ha escrito: “Desde pequeño gustaba habilitar prismas en función de algo – hacer juguetes en diversos materiales – de preferencia la madera. Gustaba pintar en las paredes y en todo lugar que me atraía para expresar mi inquietud, mi vocación de artista”. Y de allí saltó al título “La formación académica”.
EN LA VIEJA ESCUELA DE BELLAS ARTES
Leonardo Tejada Zambrano nació en 1908, y en 1923 comenzó su formación académica en la vieja Escuela de Bellas Artes, en Quito. Llegó muy joven, iniciado en el oficio de la talla y dado ya a la pasión de pintar.
Ocupaba la Escuela un edificio que, a pesar de sus gruesas paredes, tenía aire de invernadero, en el idílico paisaje del parque de La Alameda, a la vera de liliputiense lago. Y hasta rincón tan tranquilo, en la urbe para entonces pequeña -más allá de la avenida Colón, sus principales avenidas longitudinales, la 10 de Agosto y la 6 de Diciembre se convertían en empedrados caminos con aire de rurales, y por el sur lo urbano terminaba poco más allá de Chimbacalle- y recoleta llegaba la resaca de sordas inquietudes sociales.
Porque aquellos primeros años quiteños del joven aprendiz de artista latacungueño eran tiempo de crisis económica especialmente aguda y fermentar de malestar de las grandes mayorías depauperadas.
En 1922 la peste de la “escoba de bruja” se abatió sobre las plantaciones de cacao, el principal producto de exportación, y una economía precaria se agravó drásticamente. El déficit fiscal alcanzó los 9,5 millones y la deuda interna pasó de los 10 millones. El mayor acreedor era un banco cuyo poder crecía paralelo al deterioro de la economía nacional: el Banco Comercial y Agrícola de Guayaquil, de Francisco Urbina Jado. Y ese banco es el que propició la devaluación de la moneda, que de dos sucres por dólar pasó a cinco por dólar.
Todo se encareció, el hambre se hizo sentir y los trabajadores clamaron por un aumento salarial. Para hacerse escuchar de patronos y empresarios insensibles o encogidos debieron acudir a huelgas. En Guayaquil fue primero la sociedad “Ferroviarios de Durán”, pero pronto se pasó a un paro generalizado. Se fueron a la huelga la Federación Regional de Trabajadores, la Confederación Obrera del Guayas, la Asociación Gremial del Astillero, la Unión de Estibadores, la Unión Nacional de Empleados y trabajadores de gran parte de todos los servicios y de fábricas y talleres.
Guayaquil se paralizó y la oligarquía, derrotada por primera vez de modo tan contundente, exigió del gobierno medidas drásticas. Estas iban a llegar hasta la represión más sangrienta de la historia republicana. El 15 de noviembre de ese dramático 1922 los batallones Marañón y Cazadores de los Ríos -los acantonados en el Puerto- cercaron a una gran cantidad de manifestantes que se dirigían a la cárcel a recibir a sus dirigentes liberados, les cerraron las calles de escape y los fueron empujando hacia el malecón. Y mataron a una gran cantidad. El número quedó en el misterio, pero los cálculos más conservadores estimaron en un millar los masacrados. La gente guayaquileña honró a esos mártires de los derechos del trabajador arrojando cruces a la ría. Las cruces sobre el agua se titularía la novela que Joaquín Gallegos Lara dedicaría al trágico suceso.
Hechos tan dolorosos -que quedaban en la impunidad-; la crisis económica, que enardecía a las masas; el fraude electoral -que llevó al poder en 1924 a otro liberal, Gonzalo Córdova- y los manejos cada vez más inescrupulosos del omnipotente Banco Comercial y Agrícola, que emitía moneda sin respaldo, agravando la inflación y consiguiente miseria del proletariado, exigían que alguien diese un alto a situación que tendía a agravarse, con peligro de llegar a estallidos populares incontrolables.
Entonces la oficialidad joven del Ejército se rebeló. Un folleto publicado a pocos meses de esa rebelión nos acercaba a lo que esos militares pensaban de esa hora de su patria:
La administración de Córdova, espúrea como todas, viciada en su origen por la ausencia de Soberanía Nacional, de Voluntad Ciudadana, tenía su cuerpo enfermo: las poses de sus miembros, provenientes de los dineros del pueblo, y que se los otorgaban a manos llenas los responsables de la bancarrota general, eran artificiales. Un casco cuarteado, una casa minada: no serían más consistentes que aquel edificio de puro andamiaje, de andamiaje sin base[1]
Era lo que la gente más crítica y de mayor sensibilidad social pensaba. Y era el caso de los más inquietos alumnos de Bellas Artes, entre los cuales siempre estuvo Tejada.
El 9 de julio de 1925 los militares asumieron el poder. Fue la llamada Revolución Juliana. La Junta Suprema Militar dirigió un manifiesto al pueblo, que daba cuenta del espíritu de ese movimiento transformador:
No hemos hecho sino capitanear la rebelión de las conciencias contra un sistema de convivencia ignominioso. Hemos dado eficacia al movimiento de opinión nacional que reclamaba tenazmente contra quienes consideraban profundamente ciencia del arte de gobernar, al declararse impotentes para reprimir una serie de abusos y atentados que donde quiera hubiesen provocado una revolución sangrienta
Y terminaba:
La Junta Militar y la Junta de Gobierno Provisional están resueltas a ir hasta el sacrificio, para inaugurar en el país la era de la justicia, la honradez y la moralidad. Pero convengamos que el mejor escudo de su acción es y será siempre el pueblo poseedor del tesoro de indeclinables energías de la raza. Todos unidos seremos la fuerza capaz de robustecer el estado renaciente de modo que el Ecuador se recobre a sí mismo y encuentre su propio equilibrio.[2]
En las aulas universitarias se vivían con especial pasión las inquietudes sociales del tiempo, y de ese espíritu participaban los alumnos de Bellas Artes. Eran esos aprendices de artistas gente de extracción media y popular, y una joven que a poco de aquello sería una de las alumnas con mayor inquietud social de la Escuela era hija de quien firmaba ese comunicado de la Junta Militar revolucionaria, en calidad de presidente: Germania Paz y Miño.
Los ideales transformadores de los hombres de Julio estaban claros y había decisión patriótica y honradez, pero romper la telaraña con que la oligarquía y los políticos habían secuestrado la posibilidad de acciones decisivas para acabar con corrupción y privilegios fue cosa que por momentos pareció imposible. Fueron días difíciles con un poder militar en Guayaquil y otro en Quito, con políticos tratando de seducir a los revolucionarios y con banqueros y hombres de negocios poniendo trampas al empeño revolucionario. Se llegó a momentos críticos:
Guayaquil no tenía billetes para sus transacciones cotidianas; los cheques bancarios inundaron la plaza; el pueblo perecía. El abuso de los banqueros llegó al colmo, dándose el común abrazo con los acaparadores de víveres[3]
Y entonces, el 1 de abril de 1926 la Junta Suprema Militar entregó el poder a un “ciudadano novicio en política”, un médico con justa fama de preparado, laborioso y, sobre todo, honesto: el Dr. Isidro Ayora; “el indio Ayora”, como lo llamarían despectivamente esas aristocracias y oligarquías desalojadas del poder. Fue uno de los grandes aciertos de la Revolución Juliana.
Ayora corregiría el desorden económico que había sumido en la miseria a grandes mayorías; para el reordenamiento económico y financiero vendría la Misión Kemmerer, y, siguiendo sus recomendaciones, se fundó el Banco Central del Ecuador y se expidieron leyes de moneda, de aduanas y de hacienda; para el control de la banca se creó la Superintendencia de Bancos y para el control del manejo de las rentas públicas, la Contraloría General de la República. Para fomentar la producción agrícola, comercial e industrial se fundó el Banco Hipotecario. Y se dictaron leyes de contenido social: ley de jubilación, de Montepío Civil, de Ahorro y Cooperativas. Para atender a la seguridad social se creó la Caja de Pensiones.
LA REBELDIA ERA CONTRA EL CLASICISMO
No sabemos si los alumnos de la Escuela de Bellas Artes en esos años decisivos para enrumbar el país participaron en manifestaciones y protestas callejeras: si lo hicieron, cuenta menos. Lo realmente importante para la historia ecuatoriana del período fue que esos alumnos hicieron su propia revolución, movimiento tranformador que tendría enorme significado nacional y gran peso en la sensibilidad social del hombre ecuatoriano. La pelearon en su territorio: allí donde ellos eran los únicos que podían hacerlo.
La rebeldía generacional -propia de los nacidos entre 1905 y 1920, que, en vísperas de la decisiva década de los treinta, velaban sus armas a la espera de la hora de su irrupción en la historia- era, en arte, contra el Clasicismo. El Clasicismo representaba, en pintura y escultura, el equilibrio y la armonía, la aproximación al ideal de la sofrosine griega. Y parecía a los inquietos aprendices de artistas arte de una plenitud satisfecha, de sazones de serenidad; no de tiempos dramáticos, convulsos, angustiados y urgidos por mil apreturas como los que el Ecuador vivía.
En la quiteña Escuela de Bellas Artes representaban ese Clasicismo en la década del veinte al treinta los dos Mideros: Víctor en pintura, Luis en escultura. Y dominaban no solo la enseñanza en aulas y taller de la Escuela, sino en los certámenes y en las páginas de diarios, revistas y folletos, y en el favor de una clientela aristocrática o burguesa. En el que había quedado como el único Salón nacional de artes visuales, el municipal “Mariano Aguilera”, Víctor ganó el Primer Premio de Pintura en 1917, 1924 y 1927; el Segundo, en 1928; en 1930, el Tercero; en 1931, otra vez el Segundo, y en 1932, nuevamente el Primer Premio. Luis obtuvo el Primer Premio de Escultura en 1917 y en 1919; el Tercero, en 1920; otra vez el Primer Premio en 1928, y el Segundo en 1929.
Pero comenzaban a llegar noticias de una pintura nueva, poderosa, revolucionaria -como contenidos y como formas-, que se hacía en México y que había salido con esas recias formas nuevas de aulas y Salones a la calle, a grandes espacios públicos, como un muralismo de clara intención catequética social y de cartelismo político de gran estilo. De Diego Rivera, que llegaba a incitar y orientar las inquietudes de esa juventud rebelde de Bellas Artes con la aureola de fundador del Partido Comunista de México, diría, unos pocos años más tarde, en una conferencia, una de las entonces jóvenes alumnas, la ya mencionada hija del presidente de la revolucionaria Junta Militar de Julio, Germania Paz y Miño:
Y sobre la base puesta por los maestros José Guadalupe Posada, Félix Parra, Fermín Revueltas y otros, se levantaron las personalidades de Diego Rivera,el artista de Guanajuato, el hombre que con su talento y su genio creador dio el grito más sonoro que se ha dado en el mundo artístico desde hace algunos siglos. Diego Rivera, el vocero ardiente de una nueva forma, que obliga a que Europa abra sus ojos, llena de curiosidad y admiración para estas jóvenes Américas. Con él se abren de par en par las puertas que han de conducir a palpar la realidad de la vida humilde.
Huye del trazo delicado, se aparta del detallismo y en medio de una cierta rudeza hace vivir sus grandes concepciones, y hace que los demás sientan esas verdad estética.
Y de Orozco decía:
José Clemente Orozco, el llamado “Goya Mexicano”, cuya pintura mordaz y valiente toma por tema las luchas y sufrimientos de los hombres, opresores y oprimidos, refleja en sus lienzos las angustias de la revolución social mejicana.[4]
En estos años formativos de Tejada -no solo de él, por supuesto: de toda su generación- la poderosa incitación del muralismo mexicano hacíase sentir por muchas ciudadelas del arte de una América sordamente agitada por reclamos sociales. Algunos años más tarde, con horizonte más amplio por la distancia, otro de los artistas de la generación, Eduardo Kingman ensayaba la panorámica:
Tanto los pintores y escultores inmovilizados en sus países de origen, o los que se dirigían a Europa a fin de rendir el inevitable tributo a la gloria por ella acumulada durante siglos, comprendían que eran dueños de un oficio altamente perfeccionado, pero que un vacío espiritual, o una como traición a su suelo, los colocaba en un callejón sin salida, tratando por todos los medios de justificar las enseñanzas obtenidas, y dándose a desentrañar, en comunión de tierra y hombre, los misterios encerrados en las entrañas de su suelo. Lo hacían Pedro León Castro, Héctor Poleo, Armando Reverón, Rafael Monasterios, en Venezuela; Luis Alberto Acuña, Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, en Colombia; Cesáreo Bernaldo de Quiros, José Martorrell, Lino Spilimbergo, Antonio Berni, Victorica Urruchúa, en la Argentina; Cándido Portinari, Cavalcanti, Tomás Santa Rosa, en el Brasil; José Sabogal, Julia Codecido, Vinateoa Reinoso, Camilo Blas, en el Perú.
Pero, de todo este bullir de inquietudes, que apuntaban todas a hacer un arte americano más auténtico y más enraizado en la realidad de estas tierras, Kingman destacaba lo logrado por México:
Pero de todos los intentos para dar contorno, sabor y personalidad a su obra, fue México el que consiguió de manera rotunda un verdadero enlace entre expresión artística y sentimiento popular. Después de que su numeroso grupo de pintores se había empapado en las fuentes artísticas europeas, empezaron un hondo análisis de la estructura social, económica y religiosa de la sociedad mexicana para llevarla al lienzo y al muro,siendo así que encontraron la respuesta a la permanente solicitud del pueblo: que se le hable con lenguaje claro, sencillo y que él sabría entender y corresponder. La tarea era dura para sus artistas ya que tenían que despojarse de su “intelectualismo” y comenzar de nuevo sujetándose a una misión casi de apostolado para llegar, con total desprendimiento, a la raíz misma de raza, sentimiento, anhelos, historia y costumbres de ese trozo de suelo de América hispana. El movimiento artístico mexicano cuya cúspide la podemos situar en el lustro del año 30 al 35, marca un firme hito en la historia del arte americano.[5]
Este texto extiende la problemática de los artistas de esa generación a períodos posteriores al de la irrupción: el del enraizamiento en lo americano no fue frente de ataque en el paso de los años treinta a los cuarenta. Lo sería más tarde y no para todos los artistas de la generación. Ya veremos que sí lo fue y de un modo especialmente sólido y rico en Tejada.
En esta primera hora de ruptura con la academia y el clasicismo, con un arte sumido en maraña de concesiones, lo que se constituye en reto para la generación irrumpente y le da espacio para hacer algo vigorosamente nuevo fue eso que Germania Paz y Miño había destacado en Orozco: su pintura “mordaz y valiente” que tomaba “por tema las luchas y sufrimientos de los hombres”, las “angustias de la revolución mexicana”.
LOS SUFRIMIENTOS DEL INDIO
Lo que con más calor y fuerza movía a los jóvenes alumnos de Bellas Artes eran los sufrimientos de marginados y oprimidos, y a esos seres iban a tratar de dar presencia y voz en su pintura y escultura.
En el país había un grupo humano especialmente marginado y oprimido, gentes condenadas a lacerante miseria, siervos de la gleba en pleno siglo XX: los indios.
En esa hora de inquietudes sociales que el país vivía, se atendía, por primera vez en la historia republicana, con deteniento y seriedad, a la condición en que se había sumido al indio desde la colonia. Y a los espíritus más reflexivos y críticos se les imponía reconocer que lo que por el indio se había hecho en un siglo de regímenes republicanos era insignificante. En 1851 el Congreso y Urvina habían decretado la manumisión de esclavos, y ello, más allá del número más bien pequeño de negros que se compró para la libertad, fue gesto que reconoció dignidad a una raza. Con los indios, en esos comienzos de la vida republicana, no obstante las veces que espíritus liberales como Rocafuerte habían denunciado la injusticia, ni siquiera se había podido suprimir la tributación indígena, que imponía un impuesto precisamente a los más empobrecidos. El indio no era formalmente esclavo. Pero lo era de hecho por las ataduras que a indios y sus familias los uncían a las haciendas; por la falta de oportunidades para trabajar por su cuenta; por la marginación de la educación, la justicia, la cultura. En 1943, al inaugurar el Instituto Indigenista del Ecuador, lo reconocería el Ministro de Previsión Social, Leopoldo N. Chávez. Si el indio -dijo- “viviendo junto a nosotros constituye un grupo aparte, desligado del sistema integral y coordinado de ideas que conforman la nacionalidad, es porque le hemos abandonado a su suerte”.[6]
Ya en 1922 Pío Jaramillo Alvarado, adelantado en tantos frentes de la inquietud nacional, había dedicado al tema indígena todo un libro: El indio ecuatoriano, y en las décadas de los veinte y treinta varios científicos abordaron por distintas laderas el análisis de la condición del indio, buscando causas para algo que tipificaban como degeneración fisiológica y hasta mental: Antonio Santiana, Pablo Arturo Suárez, Agustín Cueva Tamariz, Luis Monsalve Pozo. Su visión, aunque fraguada en matrices con pretensiones científicas, constituía una nueva manera de segregar al indio. Sin prestar la debida atención lo estructural económico y social de la injusticia -una más, acaso la peor, de un sistema capitalista con rezagos feudales- buscaban causas biológicas y psicológicas a algo que sentían como una casi insalvable degeneración de una raza. Acudiendo a categorías de la Biotipología -entonces en boga- Luis Monsalve apuntaba estos rasgos del “biotipo” aborigen:
Tipo corporal, pícnico, macros plánico, muscular; Psicoestesia y tonalidad psíquicas, en completa depresión, con absoluta tendencia al hipotiroidismo; Ritmo psíquico, lindante en la estática absoluta; apatía intelectual; Psicoemotividad, sin reacciones, impermeables; sopor afectivo; Ritmo sexual, libido lenta, fría; en cambio cópula rápida, fugaz; Forma temperamental viscosa.[7]
Y la preocupación por un problema que no podía seguir ignorado saltaba de los libros científicos -o seudocientíficos- y las revistas especializadas a artículos de prensa, a veces con dramáticas fotografías, y a variada suerte de comentarios y discusiones. Se iba haciendo el clima en que nacería la literatura indigenista. Y una pintura que presentaría al indio con un expresionismo colérico y patético.
Es el indio el tema que más incita a los inquietos alumnos de la Escuela de Bellas Artes y el que con más .fuerza los lleva a hacer una pintura muy diferente de la vigente en las aulas y en el medio. Vidas tan oprimidas, sumidas en la abyección, degeneradas -como sostenían todos esos científicos que habían analizado la condición del indio ecuatoriano- mal podían pintarse en los climas luminosos en que había pintado Luis Mideros sus indios atléticos y sus indias rozagantes, unos y otras pulcros en el vestir y satisfechos en el gesto. Ni siquiera bastaba con el realismo de Camilo Egas, todavía sereno, claro, alegre de color. Había que sumir al indio en ambientes plásticos sombríos como su mundo y pintarlo como un ser que ostentase en su físico todo el cúmulo de miserias que lo abrumaban. Dan así sus primeros pasos por eso que más tarde se etiquetaría como “realismo social”.
Aquellos jóvenes artistas seguramente no conocen el detalle de los estudios de todos esos médicos preocupados por el indio. No saben de las pesimistas generalizaciones de Antonio Santiana. El ha sostenido que la alimentación del indio ha producido fenómenos “endocrinos y glandulares” que han debilitado su físico y adormecido su inteligencia, hasta empobrecer irreversiblemente tanto su vida material como la espiritual. Con todos los artistas que vivieron esa hora de primeras inquietudes sociales ya muertos -el último fue, en el 2005, Tejada-, imposible saber si pesaron de algún modo, y cuánto, algunos de esos estudios que concluían un proceso degenerativo de la raza indígena. Pero no menos inalcanzable conocer el peso que la pintura de esos jóvenes artistas haya tenido en esos estudiosos. Sea de tan fascinante como inabordable asunto lo que fuera, resulta impresionante ver en qué estrecha vecindad están algunas de las telas más dramáticas de esa primera pintura indigenista con textos como este, de Santiana:
Esas cabezas redondas que descansan sobre gruesos cuellos que mueren en el momento en que nacen; ese dorso encorvado y redondo que se proyecta sin línea de demarcación hacia el globuloso abdomen; esas piernas y brazos retorcidos y cortos que terminan en unas manos y pies ásperos y carnosos y, también, ese aire melancólico y soñoliento: no son rasgos constantes del indio, sino, simplemente, una morfé y una actitud adquirida durante los cuatro siglos de un constante y triste vivir inclinado hacia la tierra.[8]
Pero la pintura que comenzaban a hacer los egresados de la Escuela de Bellas Artes lograba imágenes más lacerantes de esos seres sumidos en miseria y abyección. Convocan los pintores indigenistas a sus telas, sombrías o dramáticas, gentes indias de rostros quemados por soles y heladas, de mirada desesperanzada o abúlica, manos encallecidas en las duras tareas del campo, cabezas pequeñas -que se convierten en sigmo de embrutecimiento- y grandes pies que parecerían enraizarse en la tierra.
Era aquella una suerte de “versión oficial” del indigenismo que artistas, profesores y críticos impondrían. Pero el arte es soberanamente libre y se tentaron también otras visiones de lo indio -algunas de ellas por Tejada-. En pintura y, alguna vez, puesto que los artistas no son muy dados a escribir, en textos. César Andrade Faini publicó en 1937 un folleto que daba cuenta de su tesis final en la Escuela de Bellas Artes. Había pintado la miseria social -y Miseria social tituló su librito- en el manicomio y el lazareto de Quito, sin ahorrar al espectador horror alguno. Al final de ese texto patético y tremendista dedicó unas cuatro páginas al indio, que comenzaban así:
¡Indio!Eterno esclavo. Eterno explotado de los demás hombres; para ti la vida es muy distinta. Para ti solo existe la alegría del trabajo y el dolor de toda una generación.
Corpulento. Fuerte. De anchas espaldas y robustos brazos, no protestas porque la ignorancia en que vives sumergido es causa de tu timidez
Doblas la cabeza sobre el pecho; humilde, resignado. Con tu rostro siempre triste y los ojos clavados en el suelo, caminas saludando a todos los individuos que pasan junto a ti, sin volverles la cara porque no te quieren; porque no ven en ti al hermano hombre, sino a la bestia, que sale de su choza antes que alumbre el sol y regresas cuando las sombras lo envuelven y las piernas desfallecen de cansancio.[9]
“Corpulento. Fuerte”. Para el joven artista -como para antropólogos que se acercaron más a la realidad del indio[10]– no había tal degeneración racial irreversible, sino lo que Andrade Faini tan certeramente denunciaba: marginación social. Ese no ver al indio sino como “bestia” de carga, ser inferior, esclavo humilde y resignado. Al luchar, en su arte, por la reivindicación del indio esos artistas respetaban profundamente a ese ser humano y creían en su futuro. Por él peleaban.
TEJADA EN LA HORA EXPRESIONISTA
En esta hora primera de la pintura indigenista, Tejada no es ni el más patético ni el más sombrío. Nunca pintó grupos tan lamentables, en climas tan opresores y tenebristas como Diógenes Paredes y Oswaldo Guayasamín. Pero tiene telas de intenso dramatismo. Y algo más: se asiste a una intensificación de su retórica visual para visiones del mundo indígena entre mediados de los treinta y el comienzo de la década de los cuarenta.
En telas de comienzos de los treinta -Tejada se graduó en Bellas Artes en 1930-, la atmósfera es translúcida, los fondos paisajísticos cuidados, las figuras lucen cierta dignidad y en los grupos hay más equilibrios compositivos y estilización del dibujo, que violencias formales neoexpresionistas.
Tejada, nacido en una provincia con fuerte porcentaje de población indígena y en ciudad en la que ha podido estar muy cerca de la vida y actividad de los indios -lo mismo en los quehaceres agrícolas y las ferias, que en ceremonias religiosas y fiestas- se resiste en un primer momento a deformar sus visiones del ser y vivir indígena hasta dar en un tremendismo que sin duda le parecía falto de matices; acaso falsificador.
Pero telas de al voltear la década de los treinta se han metido ya de lleno en el clima propio del movimiento neoexpresionista de asunto indígena que comenzaba a imponerse como rasgo caracterizador de la generación -y que había fraguado en las aulas de la Escuela de Bellas Artes.
En “Comuneros” -de 1940- las figuras de los dos indios están sumidas en sombría atmósfera cromática -azules sucios, cafés sucios, carmines faltos de vibración cromática-, gruesa de materia tratada de modo basto. Y con un dibujo que se logra por raspados que dejan emerger el fondo blanco se tallan expresiones faciales de encogimiento y ojos aterrados por miedos ancestrales, y el gesto, tan significativo, de presentar un papel como para defenderse. Fue una imagen desoladora de esos seres sorprendidos en el momento en que, desprendiéndose de su mundo -de esos fondos que por color y textura parecía envolverlos, atraparlos-, se asomaban al otro, al ajeno, al intimidante, de la civilización. Y todo ello con ese realismo sobrio y matizado que caracterizaría el indigenismo de Tejada.
Su “Mujer con niño -también del 40-, junto al rasgo impresionante de ternura, de la madre que aprieta contra su pecho a una criatura, hace sentir unas vidas amenazadas. Son figuras patéticas, que se mueven en un clima de color ensombrecido. El halo de bancos que rodea a la mujer no la transfigura luminosamente, sino crea detrás de ella un vacío, un espacio de inseguridad, un vértigo que se siente en los cabellos extendidos hacia atrás de la madre y la niña de primer plano. Y el rostro de la mujer tiene gesto de resignada tristeza. Pero es un rostro humanísimo -tan humano como los de más rica humanidad qe pintaba por esos mismos años Kingman.
Estos rasgos de humanidad hasta en las imágenes más descarnadas de humanidad eran nota propia del artista dentro del sombrío retablo del primer indigenismo.
En “Madre con niño” -otra obra del 40-, el gesto fundamental -clave de la composición- es el abrazo protector con que la madre cubre y protege a su niña. El rostro duro de la mujer -vuelto desafiante hacia alguna amenaza, contra la que protesta- contrasta con el de la niña, dulce y soñador; de líneas suavemente redondeadas.
Otra nota peculiar fue cierta concepción muralística de los motivos. En “Reposo”, las figuras -mujer y niño, cántaro y vasijas, árboles- tiene cierto empaque escultórico. Y el color -típico del Tejada de esta hora: rico juego de verdes, ocres, azules (para el vestido de la mujer)- refuerza el efecto muralístico y escultórico a la vez que se apoya en él.
EL HABITANTE DE LA COSTA
Pero hay algo más que distingue la pintura de Tejada en este momento de la irrupción de la pintura del realismo social: no se queda en el indio; se interesa por el montubio y el cholo, los trabajadores de la Costa. Y esto enriquece estupendamente su visión del hombre ecuatoriano, al tiempo que amplía el horizonte de la inquietud social de la pintura de esa hora tensa de novedades.
Sorprende tareas de los estibadores portuarios. Y las recoge con un espíritu muy diferente del indigenismo serrano. Trabajando a su sabor con formas escultóricas y concepción muralística, pinta en 1942 “Estibadores”. Figuras recias, de fuerte musculatura, empeñadas en un trabajo duro, dos -en el centro de la composición- empujando un enorme bulto; otras -en torno a ese grupo central- cargando sacas. Formas redondeadas, resueltas con suaves degradaciones cromáticas, en conjunto dinámico pero equilibrado. Un solo resquicio hacia el interior de esos “estibadores”, tan dados a su tarea: el rostro de primer plano, con notas de tristeza y nostalgia.
Pero la atención y cordial curiosidad con que su pintura se adentraba en el mundo de estas gentes costeñas venía de atrás. De 1935 es un cuadro de gran belleza y especial intensidad humana: “Mujer de trópico”. Hallamos en él la composición que dominaría en las obras costeñas de formato vertical del período: la figura humana en el centro, casi llenando la tela, y en su entorno, o paisaje o elementos de la vida y tareas de esos campesinos, a quienes el artista presenta con la nota dominante de una serena -y, acaso, sufrida- nobleza. En la mujer de este cuadro la serenidad de la figura remata en el rostro de gesto hondo e intenso, de una como ensoñación en que a cierto dejo de tristeza se ha impuesto una serena pero firme voluntad de vivir. Detrás, como fondo, está la casa campesina costeña, levantada sobre pilastras, al centro de pequeña parcela cercada. Es una tierra sin verdes, de ocres y tierras contrastados únicamente con los azules del vestido, la casa y el lejano perfil montañoso.
Los indigenistas quiteños pintaban una y otra vez la fiesta de los indios, con la nota dominante de una borrachera triste -esa “borrachera colectiva del guarapo embrutecedor”, que diría Kingman-. Tejada, exhumando apuntes de la vida costeña, pinta -ya en 1945- un “Guitarrista”. Organiza el espacio del modo ya visto: con la figura del guitarrista en primer plano, casi llenándolo. Y en torno, en escala mucho menor, casas y tareas de ese típico pueblo costeño. En la figura central la atención se centra en el instrumento y en el rostro; la guitarra es un centro de luz, con sus ocres aclarados, cálidos; el rostro tiene fuerte expresión de seriedad y ensimismamiento. La obra nos dijo todo lo importante, lo serio de ese quehacer festivo dentro del laborioso y ordinario vivir de esos campesinos sumidos en los ocres de las tierras cálidas. En “Guitarrista”, como en otras obras de estos comienzos el dibujo cobra en la pintura de Tejada un papel protagónico. Más tarde -lo veremos- el dibujo buscaría sus propios espacios y técnicas, y la pintura sería solo pintura. La síntesis vendría después: el diálogo pintura-dibujo, con el rico aporte de los dialogantes y del diálogo mismo a los valores estéticos y semánticos de la obra.
LA HORA DEL SEA
Una de las manifestaciones de la madurez que iban alcanzando obreros y trabajadores desde la década de los veinte fueron los sindicatos. En 1934 formaron el primer sindicato, en la fábrica “La Internacional”. Los artistas con mayor sensibilidad social y decisión transformadora se sienten también trabajadores y, a tono con esa creciente agremiación obrera, fundan, en 1937, el Sindicato de Escritores y Artistas (SEA). “Así, Sindicato -escribiría años más tarde Eduiardo Kingman-, como una identificación con la comunidad obrera, ya que nos considerábamos tan solo obreros ubicados en el plano de la cultura, dispuestos individualmente a permanecer en el anonimato siempre que la labor de conjunto levantase una construcción sólida, armónica y de beneficio colectivo”.[11] Tejada es uno de los fundadores y más decididos impulsores del SEA. Lo pondría como una de los hechos de que se ufanaba, en esas líneas autobiográficas por las que hemos arrancado este ensayo: “Forma el Sindicato de Pintores y Escritores del Ecuador”.
El Sindicato crea un órgano de difusión de sus ideas renovadoras, la Revista Sindicato de Escritores y Artistas. En ella hace dura crítica de la sociedad y su cultura oficial conservadora y hasta reaccionaria. Cuando el gobierno envía en representación del país al centenario de la batalla de Boyacá un grupo de intelectuales convencionales, de ideas rancias y escuálida decisión social, el Sindicato protesta, desconoce a esa delegación y envía una propia. Lo proclama en su revista:
Habiendo confiado el gobierno la representación de los intelectuales del Ecuador en el Centenario de Bogotá a un grupo de hombres que nosotros no podemos jamás aceptar ni reconocer, pertenecientes a las clases explotadoras, carentes de verdadero valor intrínseco y llenos de la más grande fobia reaccionaria, hemos tenido que enviar nuestra propia Delegación, que lleva la palabra y el arte de la nueva generación ecuatoriana, apegada a su tierra y a su pueblo y combatiente con la clase degenerada que representan los delegados oficiales.[12]
Textos de este fervor y virulencia nos introducen en ideas y sentimientos de Leonardo Tejada en la la decisiva hora de sus treinta años, momento clave para el método de las generaciones.
El Sindicato abre un espacio a la pintura nueva, arte de viva inquietud social y libertad y expresividad formal. “Libertad en el arte es nuestra norma”, proclamaba el Manifiesto del Salón que el Sindicato resuelve crear. Porque su primera acción clave fue un Salón, que llamó el Salón de Mayo.
Había, como hemos recordado ya, el Salón “Mariano Aguilera”. Pero esos jóvenes artistas, críticos iconoclastas de ideas muy claras en cosas de arte lo veían como desorientado y desfasado:
El único salón oficial de entonces, la exposición “Mariano Aguilera”, constituía un heterogéneo hacinamiento de muebles profusamente tallados, pinturas sobre cabezas de alfiler, telas bordadas, pinturas heroicas y religiosas, así como tallas en madera con los mismos motivos. Alguna obra de verdadero valor podía verse ocasionalmente entre los confusos objetos de la exposición. Este salón, reflejaba el gusto vacilante de una época, vagamente confundida entre lo realmente artístico y lo artesnal, que hacía notar ya la necesidad de una toma de conciencia y la definición de los objetivos.[13]
En la fundación de ese Salón nuevo, que llegaba a competir con el “Mariano Aguilera”, tradicional y prestigioso, pero con mucho de aberrante, Tejada juega papel importante. “Ha contribuido mucho para el establecimiento del certamen que se llama Salón de Mayo”, reconocería Llerena, testigo y actor también él de aquella empresa, y recordaría: “Tejada ha sido dos veces director de dicho certamen”[14]
TEJADA EN EL SALON DE MAYO
El primer Salón de Mayo del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador se abrió en 1939. Expusieron, además de Tejada, José Enrique Guerrero, Eduardo Kingman, Luis Moscoso, Guillermo Latorre, Diógenes Paredes, Carlos Rodríguez y Oswaldo Guayasamín.
Tejada presentó algunas obras de asunto costeño que aportaban una nota de novedad en el gran retablo de pintura realista centrada en el campesino y el proletario ecuatoriano que fue ese primer Salón de Mayo. Ese rasgo innovador fue generalmente apreciado. Pero sobre su pintura misma la crítica se mostró reticente:
Tejada es uno de los pocos pintores de la realidad montuvia. Es pintor ocasional de la selva. En el Primer Salón de Mayo del Sindicato de Escritores y Artistas expuso algunos óleos, demostraciones de las actividades del litoral, por ejemplo de la cosecha de cacao. Esos cuadros tenían el mérito de responder a un deseo de explotar temas nuevos, típicamente ecuatorianos. En este sentido pueden llegar a tener hasta un valor histórico: los primeros cuadros sobre la selva occidental del país. No ha tenido sin embargo mucho éxito el pintor Tejada con sus óleos. A un entendido crítico de arte escuchamos que los cosecheros de cacao que Tejada ha pintado son hombres demasiado elásticos y parece que hubieran perdido su peso. Seguramente el autor tuvo el proósito de dotar de una misma palpitación plástica al hombre y a la selva; sus cuadros eran masas amarillas y verdes, en las que las figuras aparecían con alguna deformación expresionista.[15]
No era muy certado aquello de “los primeros cuadros sobre la selva occidental del país”. Ya artistas como Troya habían pintado esa selva, y lo que Tejada pintaba no era propiamente la selva. En lo que sí roturaba caminos -y esto sí podía tenerse por histórico- era en hacer objeto de una pintura realista, recia, de una sensibilidad social nueva al hombre -y la mujer, por supuesto- de la costa en su medio, su casa, su vida cotidiana y sus tareas. De los cuadros mismos, aquel “entendido crítico de arte” veía a los cosechadores de Tejada “demasiado elásticos”; Llerena, autor del texto, que también debía tenerse por crítico de arte, pues escribía todo un libro de noticia y apreciación del arte ecuatoriano del siglo, sentía en los cuadros de Tejada “masas”, lo cual no calza del todo bien con lo “elástico”, y hacía notar con justeza “deformación expresionista”.
Sea de todo ello lo que fuere, lo que quedaba en claro de comentarios así y otros era que el Tejada de esta hora no tenía mucho éxito con sus óleos; lo cual puede leerse como no tenía éxito fácil. Cosa muy distinta sucedía con sus acuarelas. El comentario citado seguía así:
En la misma exposición, Leonardo Tejada dió a conocer numerosas acuarelas. Es un hecho que el citado artista ha descollado más en la técnica del acuarela. “Un domingo de ramos en el pueblo” -procesión de ponchos y de palmas- fue una cartulina muy elogiada en el primer Salón de Mayo. Un grupo de “vendedores de cacharros” fué otra acuarela que gustó bastante.
El segundo Salón de Mayo se inauguró el domingo 26 de mayo de 1940 en la Universidad Central, en el Salón Máximo y numerosas salas, pues exponía más de 170 obras. Mostraba obras de artistas de Quito, de Guayaquil y de extranjeros avecindados en Quito. Y muchas eran de proferores de la Escuela de Bellas Artes, “que han querido intervenir -decía una nota periodística-, demostrando que la mejor forma de la enseñanza y difusión de la cultura es el trabajo personal”.
Esa misma nota destacaba que “las últimas exposiciones “Aguilera”, quizá por falta de apropiada reglamentación o por las injusticias que se hicieron en el discernimiento de los premios, fueron poco a poco quedando desiertas”[16]. En llamativo contraste, este Salón de Mayo exhibía obra de la plana mayor del Realismo Social, novedad que se ofrecía poderosa, aunque al gusto convencional del tiempo le resultase hiriente, casi ofensiva. Exponían, además de Tejada, César Andrade Faini, Gerardo Astudillo, Galo Galecio, Oswaldo Guayasamín, José Enrique Guerrero, Eduardo Kingman, Carlos Rodríguez y Jaime Valencia, y un brillante grupo de damas encabezado por artistas que tendrían larga y brillante trayectoria: Alba Calderón de Gil, Germania Paz y Miño, Olga Anhalzer Fish, Piedad Paredes. Muchos de estos jóvenes -ellas y ellos- recién salidos de la Escuela de Bellas Artes.
Era pequeñísima la nota que anunciaba en El Comercio la apertura, ese día, del segundo Salón de Mayo, al tiempo que en páginas enfrentadas, a todo lo ancho de las ocho columnas del diario, los titulares eran “LOS ALIADOS ENCERRADOS EN UN CIRCULO DE FUEGO POR LAS ARMAS NAZIS” y “GRAN BRETAÑA LUCHARA HASTA QUE EL ULTIMO HOMBRE QUEME EL ULTIMO CARTUCHO”.
El 27, el mismo diario volvía a destacar el enorme éxito del Salón, cuyos casi dos centenares de obras “significan un verdarero triunfo”, justamente apreciado por “los que hemos visto los muros desiertos de las exposiciones oficiales (los salones por el premio “Mariano Aguilera”, por ejemplo)”
El Salón se clausuró el lunes 3 de junio con una conferencia de Benjamín Carrión, titulada -en clara alusión al título contrario de Ortega y Gasset- “La humanización del arte”. Y ese mismo día El Comercio dedicó una nota algo más extensa, con alguna crítica, a la exposición. La nota llevaba tres fotos, una de “Aguadoras” de Tejada. Y del artista escribía:
El conocido artista Leonardo Tejada ha seguido completando, a través de su pintura, la vida de la Costa. Su óleo “Trabajadores a bordo” es una cosa fuerte y bien lograda. Además sus acuarelas son de una notoria originalidad, pudiéndose citar especialmente “Aguadoras” y “Madre montuvia”.
Otra vez un comentario del tiempo ponderaba las acuarelas de Tejada. Ya dedicaremos, párrafos adelante, espacio a la acuarela de nuestro artista, que en estos comienzos de la década de los cuarenta se había convertido en el acuarelista, voz casi solista en medio de un interesantíimo coro de cultores de tan bella técnica.
PIONERO DE LA XILOGRAFIA
La estrecha relación de escritores y artistas en el SEA hace florecer una manifestación artística apenas cultivada en nuestro país: la xilografía o grabado en madera. Los artistas del grupo multiplican portadas y ex-libris para obras de los poetas y narradores del Sindicato, pioneros de una literatura que era tan innovadora y vigorosa como la propia pintura de la generación; ilustraban revistas, libros y folletos.
En este revivir de la xilografía Tejada es figura decisiva. “A él se debe que años atrás se produjera un verdadero renacimiento del grabado en madera” -reconocería, justicieramente, Kingman, también notable en esa manera de grabado, y añadiría: “La xilografía que había perdido su vigencia en nuestro medio desde fines del siglo décimonono, adquirió inusitada vida en la comunidad artística”[17]. Crédito si cabe mayor le había dado, años atrás, un artículo firmado por José Alfredo Llerena y Alfredo Chaves: “Le corresponde a Leonardo Tejada el mérito de hallarse entre los primeros que introdujeron este género en las artes ecuatorianas”.[18]
Juega Tejada papel tan destacado en ese dar nueva vigencia a la xilografía en el arte y la cultura ecuatoriana por una doble razón: su familiaridad con el trabajo artístico de la madera y un ya antiguo ejercicio de esta técnica. Hacía ya años que había colaborado con xilografías para la revista riobambeña Siembra, realizada por un grupo de escritores riobambeños, entre los cuales se destacaba el poeta Miguel Amgel León.
Bajo los auspicios de la Editorial Atahuallpa, órgano del Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, se publica, en 1938, Nuestra España, homenaje a la España mártir de la guerra civil, llanto y elegía por sus muertos, grito de protesta contra el fascismo y férvida expresión de solidaridad con esos heroicos combatientes republicanos[19]. Hay en esa estupenda publicación poemas de Gonzalo Escudero, Enrique Gil Gilbert, Jorge Carrera Andrade, Abel Romeo Castillo, Alejandro Carrión, Aurora Estrada y Ayala, G. Humberto Mata, Nelson Estupiñán Bass, Jorge I. Guerrero, Pedro Jorge Vera, Manuel Agustín Aguirre, José Alfredo Llerena, Hugo Alemán, Atanasio Viteri, Gonzalo Bueno, Augusto Sacoto Arias y Jorge Reyes -los quiteños o residentes en Quito, casi todos miembros del SEA- y las ilustraciones son obra de Alfredo Palacio, Galo Galecio, Leonardo Tejada, Alba Calderón de Gil, Diógenes Paredes y Eduardo Kingman. De esos artistas, los grabadores de esta hora del renacimiento de la xilografía son Galecio, Kingman y Tejada. El grabado que aporta Tejada a esa emblemática obra de las dos generaciones de poetas y artistas visuales que fueron marcadas por la guerra española luce las inconfundibles técnica y estilo de incisión de sus xilografías. Llena el espacio con seis figuras de combatientes jóvenes, de rostros graves y ensimismados -salvo uno que grita con el puño cerrado-, y contrsata rítmicamente la verticalidad de esas figuras con las transversales oblicuas ascendentes de las bayonetas. El ritmo de la obra, que la hace tan dinámica, se completa con los juegos de líneas que confieren volumen a las figuras. Tan recio dinamismo se intensifica con el juego de negros y blancos característicos de la xilografía, donde lo inciso en la madera es blanco y lo otro, negro. Curiosamente, los rostros tiene parecidos rasgos -en casos casi los mismos-, acentuando lo solidario del grupo. Tan sugestivo trabajo mostraba, al tiermpo que el ya inconfundible estilo de Tejada como grabador, su firme madurez.
En ese mismo 1938 Tejada ilustra con una xilografía la portada de un libro memorable de la nueva literatura ecuatoriana, obra maestra del cuento de América: Guásinton de José de la Cuadra, y completa su parte con un delicioso ex-libris, que estiliza la figura del lagarto que daba título al libro. En la portada dibujó uno de sus personajes montubios, en una alargada canoa, cargada de frutos tropicales, el brazo recio terminado en mano grande aferrando el remo, y conjugó el grabado en rojos con letras en negro, trabajadas también en un taco de madera.
Aciertos como estos movieron a los más exigentes escritores del SEA a pedir a Tejada que ilustrase con sus xilografías sus poemarios y relatos. No se ha hecho un inventario de toda la producción de Tejada -y de otros importantes grabadores, como Kingman o Galecio- en esta hora. Yo he recordado un hermoso libro de poesía que él ilustró con sus maderas. Voy por él a mi biblioteca: Marino Azar de Atanasio Viteri. La portada ostenta el logotipo del SEA -en un círculo las dos manos aferrando, una la tea, otra la gubia-pluma- y en la portadilla, junto a “Poemas de Atanasio Viteri” consta “Maderas de Leonardo Tejada”. El año: 1940.
Las xilografías son tres, cada una introduciendo una de las tres partes del poema. La tercera, que abre “Muerte de la guitarra”, es de menor calidad: una nave de mediocre dibujo, un mar somero y un pedazo de muelle. Pero las otras dos son hermosas piezas, la segunda, típica del dibujo de Tejada en esta hora, y la primera con vigorosos rasgos nuevos. La segunda, que abre “Alegría del barco ruinoso”, es una de las mujeres costeñas del artista, de talante grave, porte sereno y rostro ensimismado, todo destacado por las blancas incisiones xilográficas, línea firme para contornear la figura y tramado de trazos para darle espesor. La madera que abre “La lámpara del viejo marino” son, contra fondo de marina ligeramenete resuelto, dos figuras masculinas, en primero y segundo plano, en las cuales todo se centra en los rostros. Y esa son dos estupendas creaciones de intensa humanidad. Sobre todo la de primer plano: rostro marcado por surcos profundos, boca firme y sensual y ojos de extraña vida interior. Es el viejo del poema, “marino de fuerte raíz” a quien le dice el poeta “la angustia / ha consumido tu energía de lobo: amabas la brillante borrasca, / respirabas la alegría que manaba del océano / y ahora solo el lamento marítimo / repercute en ti, / como si estuvieras vaciado, como una campana / que dobla la muerte del mar”. Al reto de plasmar icónicamente tan rica vida interior respondió el artista.
Y el prestigio de las xilografías del artista ecuatoriano traspasaba las fronteras patrias. En 1941 se abrió en las Grand Central Galleries de Nueva York una gran muestra de xilografías de artistas de dieciocho países de Sudamérica y América Central., con curaduría del American National Committee of Engraving. Con el título “WOODCUTS FROM LANDS TO THE SOUTH”, el NeW York Times Magazine anunció la importante exposición, y, junto a ese título y nota, reprodujo, a más de media página, una obra de Leonardo Tejada, de Ecuador: su xilografía “In the Ecuadorean Andes”. Era de las más simples que Tejada hubiera trabajado, pero también de las más fuertes. Sólida en composición, desde un primer plano de vasija y pencos, hacia un segundo de indios de grandes sombreros en ascenso a una loma y un fondo con el Cotopaxi. La incisión, neta y firme, y los contrastes de negros y blancos marcados.
Tejada siguió trabajando xilografía, aun en períodos en que la gran mayor parte de su producción eran óleos y una menor, pero significativa, acuarelas. En 1998 el Centro Cultural Benjamín Carrión organizó una muestra de xilografías de Kingman, Tejada y Galecio -los mayores cultores de esa técnica en el Ecuador-, con el título “Gente del Ecuador” y la pretensión de abarcar el tramo 1930 a 1950 de la producción de esos artistas. La muestra fue enormemente sugestiva pero no menos tremendamente incompleta: fue, haciendo doble honor a su calificación, una “muestra” y muy limitada. Pero, en el caso de Tejada, expuso maderas que por el tema de una de ellas permitía datar una pequeña serie en torno al año 1944, el de la revolución que el caudillo que ella exaltó al poder, Velasco Ibarra, llamó “la gloriosa”.
Emparenta ese grabado con el que Tejada hizo para Nuestra España: en el espíritu, la concepción y hasta rasgos formales. La serie oblicua de las bayonetas recuerda la de aquel grabado. Pero ahora se ha ganado en complejidad en la composición. El luchador de primer plano que lleva en brazos el cuerpo yerto de una mujer se destaca, obscuro, contra una gran bandera clara y está flanqueado por hombres de casco que empuñan fusiles -los de las bayonetas-. Estos soldados avanzan, en compacto escuadrón, con el hombre. La revolución del 28 de mayo unió a luchadores del pueblo con soldados y oficiales jóvenes del ejército en contra de los carabineros, la guardia pretoriana del odiado Arroyo del Río.
Otras dos xilografías, de espléndida solidez de dibujo y soberbio uso del claroscuro propio de la técnica para un mensaje fuerte, exaltan las luchas sociales y la esperanza del hombre en ellas empeñado. La una, más simple, es un rostro vuelto a lo alto que se perfila contra bandera con la hoz y el martillo y la estrella. El gesto del hombre es la clave: firme, esperanzado y gritando su esperanza. Iluminado por esas ráfagas de luz qaue agitan la bandera. La otra obra es un alarde de riqueza compositiva y de tratamiento de sutiles medias tintas -logradas con técnica e instrumentos especiales para la incisión en el taco de madera-. Un hombre joven, en una nave, surca un mar proceloso guiado por una estrella, sosteniendo con su brazo izquierdo un libro sobre el que concentra su atención, mientras el brazo derecho alzado a lo alto, en apasionado gesto de libertad y afirmación, proclama esa confianza que le da el libro y lña estrella blanca que parecería iluminar ese libro. Claros los símbolos y ricos por la riqueza plástica del grabado, buena muestra de la maestría lograda tras años de constante y amoroso trabajo de la xilografía por el artista[20].
Por los años en que Tejada hacía estas estupendas xilografías -y él y Galo Galecio eran los únicos que las seguían haciendo- visité, alumno de colegio, su taller, en su casa de la Floresta. Y vi su mesa con todo su variado y rico instrumental para incidir los tacos. Ya no solo la tradicional gubia, sino variada suerte de estiletes y algunos terminados, no en cuchillas, sino en ruedecillas que se ponían a rodar sobre la madera y dejaban su trazo de pequeños puntos o breves trazos. Sucede que por esos años, el artista era profesor del colegio San Gabriel, el antiguo y prestigioso plantel de los jesuitas -él, que no tenía nada de jesuita ni de “curuchupa” ni de devoto, pero siempre se rindió a la pasión de enseñar y formar en cultura y arte-. Y otro compañero y yo manteníamos un periódico del curso -se llamaba, por más señas, Adelante-. Y lo hacíamos todo. El compañero gerenciaba: desde dirigir la edición hasta venderlo; yo escribía y hacía las ilustraciones. Y esas ilustraciones eran xilografías trabajadas en el taller del maestro, con su instrumental, en sus tacos de madera y bajo su dirección, siempre cordial y chispeante. Tejada no solo hizo estupenda xilografía: enseñó generosamente su técnica.
CON LA CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA
En 1944 sucede un hecho que significa decisivo golpe de timón y vigoroso impulso para la cultura ecuatoriana: se funda la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Para Tejada, que había estado en una primera fila en todos los movimentos culturales y artísticos durante una década larga, esta creación, generosa, visionaria, le abre nuevos horizontes para su tarea artística y su bullente inquietud cultural. “No hay artista más dinámico que Leonardo Tejada -se había escrito tres años antes-. Es un hombre fervoroso y exaltado y le gusta discutir altos problemas de estética, a cuyo ahondamiento se dedica frecuentemente”[21]. Y, en un artículo al artista dedicado, de esos mismos años, se destacaba su labor como conferencista: “Leonardo Tejada es my conocido en los círculos intelectuales y artísticos por su espíritu de animador y por las conferencias que ha dado sobre arte en muchos lugares. En el Museo Nacional sustentó una conferencia sobre los estilos en la Arquitectura. Acerca del arte moderno disertó en una conferencia, en la Universidad Central”[22]. A partir de la creación de la Casa de la Cultura, con esa institución, que su fundador, Benjamín Carrión, había abierto a todas las grandes inicitivas de cultura y arte estarán vinculadas algunas de las más importantes empresas de Tejada. Empresas culturales que, como lo veremos, se relacionaron de variados y ricos modos con su creación artística.
En el campo de las artes plásticas la empresa mayor de la Casa de la Cultura fue la creación del Salón Nacional de Bellas Artes, que recogió y continuó la experiencia, que había sido tan rica, del Salón de Mayo del Sindicato de Escritores y Artistas.
El primer Salón Nacional de Bellas Artes se abrió el 28 de mayo de 1945, en el Museo de Arte Colonial. A él concurrieron pintores del SEA: José Enrique Guerrero, Oswaldo Guayasamín, Pedro León, Bolívar Mena Franco, Luis Moscoso, Diógenes Paredes, Piedad Paredes y, por supuesto, Leonardo Tejada, en pintura, y Jaime Andrde en escultura. Pero tuvieron también obra otras prestigiosas figuras, como Manuel Rendón Seminario, Alberto Coloma Silva y Eduardo Solá Franco. Fue como para tener un magnífico Salón. Al inaugurarlo, el novelista Jorge Icaza terminó con estas exaltadas palabras de encomio: “He aquí la tarea altiva, titánica como pocas, sublime y eterna, de los artistas de nuestra generación”[23].
Lo más fuerte del Salón, que por ello dominó la impresión que hizo en crítica y públicos, fue lo más desgarrado y sombrío del neoexpresinismo de denuncia social, propio de la generación del SEA. Alejandro Carrión escribió:
La impresión general que deja este Primer Salón Nacional de Bellas Artes, debido a la Casa de la Cultura Ecuatoriana, es una impresión sombría. Domina en él un tono general de cielos ennegrecidos, de rostros deformados en rictus de dolores ancestrales y entrañables. El pintor ecuatoriano, apegado a la realidad de su tierra, produce una pintura ascética, áspera, terriblemente seria, poseída de un dramatismo esencial[24]
A tono con esa dominante recia, amarga, de sombrío patetismo, el premio de este Salón -los Salones de Mayo del SEA no establecieron premios-, otorgado por un jurado en el que la figura de más peso era uno de los precursores de este neoexpresionismo calificado por Carrión de “pintura ascética, áspera”, Lloyd Wulf, fue para Diógenes Paredes. Fue para su “Niña de la roca”, aunque entre sus diez telas estaba esa tremenda y desoladora “Tormenta”.
Hubo en ese Salón una participación aún más impresionante: Guayasamín. “Sus cuadros -escribió Humberto Vacas Gómez- son tensamente emotivos, truculentos, sombríos. Una suerte de preciosismo del horror se diluye en todos ellos como denominador común definitivo y encarnizado”. Guayasamín ya era Guaysamín, con poderes de patetismo que nunca superaría: “Ojos desorbitados, encarnizados, sangrientos, ojos de todas las formas, desesperados y amargos, ojos violentos, torturados, que han visto la ferocidad y la muerte. Narices ululantes, enormes como fauces, narices anhelantes de bestias heridas, en la taciturna sevicia de la agonía, todo eso como en un hacinamiento trágico”[25].
Junto a este desate de violencia neoexpresionista -neoexpresionismo que en el paisaje estaba representado por dos obras que tienen asegurado lugar en cualquier museo imaginario de la pintura ecuatoriana del siglo, los estupendos “Quito vertical” y “Quito horizontal” de Guerrero- la participación de Tejada resultaba inevitablemente opaca. La reseña crítica de Humberto Vacas Gómez iba de parca a dura:
Nuestro gran acuarelista Leonardo Tejada no ha acertado en sus óleos de temas indios. Recordamos los que pintó hace algún tiempo sobre temas montuvios, son bien logrados y con innegable vigorosidad plástica. Lo que no sucede con sus indios de hoy, pequeños, anodinos y cabizbajos[26].
El segundo Salón Nacional de Bellas Artes se abrió al público, en el mismo escenario del Museo de Arte Colonial, el 24 de mayo del año siguiente, 1946. Concurrieron a la convocatoria ciento y treinta y cuatro obras de pinturas y siete de escultura. Pero un jurado de admisión -Guillermo Latorre, Lloyd Wulf y Carlos Kohn- rechazó ochenta y seis cuadros. Quedaron para exponerse y concursar cuarenta y ocho obras. Los artistas rechazados protagonizaron una violenta manifestación en la apertura del Salón, a los gritos de “¡Abajo la imposición extranjera!” y hasta “¡Abajo la Casa de la Cultura!”.
Esta vez el premio fue para José Enrique Guerrero por el conjunto de sus diez paisajes al óleo. Pero en las listas de los miembros del jurado de premiación -Jorge Icaza, Guillermo Latorre y Jan Schreuder- a partir de las cuales discutieron el premio estuvo Leonardo Tejada, y su tela “Festival indio” fue recomendada a la Casa de la Cultura, junto a “La procesión del dolor” de María Sáenz, “Mi hija Lolita” de Bolívar Mena Franco y “Viejo molino” de Pedro León.
Y esta vez la crítica de las obras de Tejada fue generalmente elogiosa. Jaime Barrera las puso entre las telas que le parecían “excelentes”. Jorge I. Guerrero se preguntaba “¿Cuáles fueron los pintores que mostraron obra creadora y más sostenido trabajo?” y respondía: “Diremos sus nombres: José Enrique Guerrero, Bolívar Mena Franco, María Sáenz, Leonardo Tejada, Pedro León y Manuel Rendón Seminario”. Y sobre la participación de Tejada comentó:
Leonardo Tejada, el delicioso acuarelista de las escenas indígenas, estuvo bastante bien con sus cinco telas presentadas en el Segundo Salón. Es indudable que Tejada va conquistando con empeño e inteligencia, firme terreno en la utilización y exploración del material; sus últimos óleos así lo demostraron. Buen empleo del color y seguridad en el trazo, junto a una buena composición, hacían mérito en las telas de Leonardo Tejada. Posiblemente sus mejores cuadros fueron “Festival indio” y “Mujeres”.[27]
“Festival indio”, la pieza recomendada por el jurado del Salón y señalada especialmente por la crítica, era, sin duda, un muy buen cuadro. Rico y fuerte de composición, dibujo, cromática y materia. Una composición abigarrada y rítmica instalaba al espectador en plena fiesta india con baile, música y borrachera. El dibujo confería especial solidez a las dos figuras de primer plano que bailaban al parecer el plena beodez, y los tres músicos de segundo plano con sus instrumentos -bombo, flautas y arpa-. Y la materia de grueso empaste acentuaba contornos y relieves. La cromática estaba dominada por los cálidos que daban clima festivo y calenturiento al conjunto -ocres de los fondos, rojo del poncho de uno de los bailarines-; grises y negros ponían dura sordina a lo exaltado de los cálidos, y azules de dos ponchos rompían cualquier riesgo de monotonía. Era, se ve, pintura de buen oficio, y de un oficio lúcido que sabía que cada uno de esos elementos visuales debía tener un significado y aportar al del todo.
Pero hubo otra obra aun más notable en aquella participación de Tejada en el Salón Nacional de la Casa de la Cultura, y fue la que la institución, atendiendo la insinuación del jurado, incorporó a la pinacoteca que comenzaba a hacer: “Cuentayo”.
En “Cuentayo” Tejada retomaba el esquema composicito que había dominado su pintura de tema costeño: una figura central que casi llenaba la verticalidadde la tela y detrás, en torno a ella, en tamaño menor, secuencia de elementos de su vida, su ambiente, sus trabajos y su casa. Pero esta vez el artista realizó todo ello con la fuerza de dibujo, color y pincelada propias de la nueva madurez que lució en las obras de este Salón.
Ese niño cuenta yo -el pequeño cuidador del ganado[28]– era un ser conmovedor: su figura sedente, las manos sobre las rodillas, trazumaba resignada quietud, y el rostro, el ensimismamiento de los más intensos personajes de Tejada, y una tristeza antigua y desesperanzada. Color y tratamiento matérico sumían la desoladora figura en ese oficio de cuidar reses ajenas en que estaba aprisionado -cercas y bovinos lo rodeaban y, muy en lo alto, una pequeñísima franja de horizonte era tan gris como todo ese mundo-. El tratamiento de ocres y grises era riquísimo y las carnaciones de rostro y brazos daban su cálida humanidad a esa criatura sin alegría ni futuro. Pero eran los ojos centro y clave de esa entrañable visión de un ser humano, presidida por especial simpatía y compasión -de co-padecer, padecer con-. La tristeza de esa mirada, afondada en algún obscuro sueño frustrado o alguna ilusión apenas entrevista y ya negada, era lo más conmovedor de obra cuya fuerza radicaba en su absoluta ausencia de tremendismo o patetismo.
Después de tan notable participación en este Salón, Tejada nunca volvería a concursar en salón nacional alguno. En el IV, de 1948, pronunciaría el discurso inaugural.
Y con obras de la plenitud humana y plástica de “Cuentayo” -que fueron, parece, más bien pocas- clausuró su etapa del Realismo Social o indigenismo, movimiento generacional al que aportó la extensión de sus horizontes hacia las gentes costeñas, la revitalización de la xilografía y las altas calidades de su acuarela. Ciertos acontecmientos culturales de especial magnitud, en el centro de uno de los cuales estaría como su principal animador, harían dar a su pintura un giro de timón hacia aguas más ricas y profundas y la abrirían a nuevas e insospechadas posibilidades expresivas. Antes de seguirle en esas nuevas andanzas de cultura y arte, completemos el perfil del Tejada de la segunda mitad de los cuarenta con dos rasgos importantes de su actividad artística: el acuarelista y el tallador.
EL ACUARELISTA
Desde los Salones de Mayo del SEA, Tejada ocupó un primer lugar en la acuarela del tiempo y fue uno de los artistas de la generación que contribuyó a dar a la hermosa técnica nueva vigencia y renovadas calidades.
En 1945 abrió una individual de acuarela (en el Instituto Ecuatoriano-Británico) y esta fue buena oportunidad para hacer un primer balance de su aporte a la acuarela de la generación. Lo hizo la periodista famosa por sus crónicas sobre viajes y lugares, Lilo Linke, quien presentó la exposición y publicó largo y riguroso estudio.
Lo hizo arrancar de exacta caracterización de la dificultad de la técnica -dificultad que contrasta con la impresión de facilidad que dan las mejores acuarelas:
Bien se sabe que la acuarela es un medio difícil de manejar. Requiere un ojo rápido y una mano segura capaces de alcanzar la perfección al instante. Lo que falló la primera vez, falló para siempre. No cabe rectificación ni remiendo y para el logro de una obra determinada no está abierto el camino vacilante del experimento[29].
Esto explicaba, según la autora la cantidad de mala acuarelas, pero también las calidades de las mejores “por la transparencia de sus tonos, luminosos y delicados a la vez, su espontaneidad que crea una impresión vivaz y natural, su frescura y limpieza”. Era claro que todo ello apuntaba -cuando dijo algo parecido en su presentación de la muestra- a las acuarelas que el público tenía ante sí.
Contrastaba la señorita Linke el óleo con la acuarela. Propio del óleo, dijo, era “lo grandioso, el concepto poderoso”, lo cual no significaba que a la acuarela le faltase profundidad y fuerza. Y hacía mención de ese poderoso acuarelista que fue el británico Turner “y las obras modernas norteamericanas, desde Winslow Homer en adelante”, con “su fuerza masculina y su honda emotividad”.
Dibujó luego, a grandes trazos, pasajes de la historia de la técnica, aventurando razones de por qué ha sido predilecta para los ingleses. “No es sólo el hombre, son también el paisaje y el clima de Inglaterra”, “es su paisaje nublado, con luz siempre cambiante, y es su clima con atmósfera húmeda y brillante”. Volvió a Turner con larga cita del crítico Laurence Bluyen, en libro que había aparecido hacía poco: English Wter-Colours, a todos los que lo siguieron sin poder igualar su genio y la deriva de la acuarela hacia el consumo. Pero señaló que la acuarela, después de la tremenda conflagración mundial, había ocupado puesto importante en la pintura social inglesa,y destacó la acuarela intelectual de Paul Nash.
Espléndido marco era este para tratar de la acuarela ecuatoriana. Pero es cuadro de esta acuarela, en un largo primer tramo, era desoladoramente pobre:’’
En el Ecuador pocos pintores han prestado a la acuarela la debida atención. Parece que existía en la mayoría el prejuicio en otras épocas propagado también en países como Inglaterra y los Estados Unidos de que la acuarela servía solo para las pinturas de “niñas bien educaditas”. Acaso la influencia francesa con su casi exclusiva concentración sobre el óleo y el dibujo era demasiado fuerte, o que simplemente faltaba el estímulo necesario en forma de la enseñanza paciente y del modelo de alta categoría.
Extranjera al fin, a Lilo Linke se le escapó la brillante acuarela de la pintura quiteña de finales del XIX y primeros años del XX, porque allí habría hallado ese “modelo de alta categoría” que echaba de menos, en especial en las estupendas acuarelas de Pinto, genial autodidacto del género.
Para persona tan atenta a lo ecuatoriano del tiempo, solo en los últimos diez años se había notado “un creciente interés para la acuarela como medio válido de expresión artística”. Son exactamente los años en que Tejada hace acuarela, y los críticos prefieren su acuarela a su pintura al óleo; esto no lo dijo Lilo Linke, pero a quien revisa la historia del arte del período se impone. Lo que sí dijo Linke sobre la presencia de Tejada en la acuarela de esa hora decisiva para la técnica, tras sugerir el porqué de ese “creciente interés por la acuarela”, fue esto:
Es así como Leonardo Tejada ha formado su criterio y llegado a ocupar su puesto como el primer acuarelista del Ecuador
Y era el primero entre otros también grandes de la acuarela:
Naturalmente, otros artistas han pintado a la acuarela: Pedro León, Eduardo Kingman, Oswaldo Guayasamín para nombrar solo unos tres.
Y venía Linke a la muestra -que era de obra reciente del Tejada-. Confesaba la periodista que “en esta última década hemos tenido amplia oportunidad de ver al indio en cuadros cargados con el peso de problemas psicológicos y sociales”; como para llegar a concluir: “Tristeza y desesperación parecían sinónimos del estado espiritual de la mayoría de los ecuatorianos”. Por supuesto, no se oponía Linke a esto que le parecía “importante e imprescindible”. Pero advertía, ella que, en la década, había sido incansable viajera por los recovecos de lo ecuatoriano, que en el indio había algo más: “el indio en su mundo propio bien conoce la alegría, el chiste infantil, el goce espontáneo y primitivo”, y concluía: “Tejada lo ha visto así , por lo menos en sus acuarelas”. Y esa manera de ver la acuarela de tema indio de Tejada -era el tema dominante de la muestra- era justa. La sintetizaríamos diciendo que, en su acuarela, Tejada plasmó la cara luminosa y fresca del indio. En especial del indio de Otavalo, con el que más se había familiarizado en esos años; pero también con el de su provincia natal.
Era hora ya de acercarse a los trabajos del artista, el primero que hacía en el Ecuador una individual de acuarela.
Fue somera la apreciación crítica de las acuarelas de Tejada que hizo Lilo Linke. Se refirió al delineado a lápiz de la estructura básica del cuadro que el artista hacía, antes de resolverlo con masas de color. “Sale del papel blanco -escribió- que para él es expresión máxima de la luz y nunca pierde su puesto importante dentro del conjunto”. Vio que, principiando con los tonos claros, avanzaba hacia la profundidad. No es detallista -apostillemos que el gran acuarelista nunca es detallista-; tiene gran acierto para escoger lo esencial. Lo esencial visual, precisaríamos, por si hiciese falta.
Hacia el final Lilo Linke nos dio una preciosa pista para apreciar las calidades de esta acuarela: Tejada admiraba especialmente a Cezanne, también en su acuarela poderoso. Y, sin duda, hay acuarelas en que puede sentirse esa admiración: las potencialidades expresivas de la línea, el contraste entre formas sólidas y espacios planos, y la relación de esas figuras con esos espacios. La acuarela que expuso en el II Salón de Mayo, ya mencionada -”Aguadoras”-, lucía esa solidez de las formas redondeadas de las mujeres, que contrastaba con el espacio. Y el agua estaba a medio camino entre cierta suerte de solidez -líquida consistencia- y la sensación de elemento ligero, movedizo, fluyente. Y el conjunto con esa solidez que caracterizaba las obras del maestro de Aix en Provence. Y no menos cezanniana, al menos en algunos de sus elementos, “Familia montuvia” -la acuarela que Llerena reprodujo en su La pintura ecuatoriana del siglo XX– por la fuerza expresiva de la línea, que destaca las figuras de la madre y la hija adolescente y por el fondo reducido a elementos geométricos, aunque la composición en la parte izquierda lucía amontonada y falta de contraste entre la figura de la madre y unas casas costeñas.
Estas dos eran acuarelas con aire de pintura mural. Las de tema indígena -como las expuestas en su individual de 1945- eran bullentes de movimiento, ricas de nerviosas manchas contrastadas. Como su “Un domingo de ramos en el pueblo” -especialmente elogiada en el primer Salón de Mayo, según Llerena- en que podía sentirse la vida y color de esa celebración popular. Esas acuarelas no eran ilustración del hecho folclórico: eran una fiesta del color y la mancha, con el pretexto o el punto de partida del motivo del folclor.
Con técnica que requería la captación certera -y rápida- del efecto visual, que el artista procesaba para dar con lo esencial -lo esencial visual, repitamos-, Leonardo Tejada, que había extendido su teatro de operaciones hacia la Costa, capta, en su fresca inmediatez, motivos del vivir costeño: campesinos, pescadores, caseríos costeños.
Tengo ante mí una de esas acuarelas costeñas. Siéntese en ella la rapidez del manchar para captar el instante. Una sola mancha azul, hasta secar el pincel, y está el cielo a medias nuboso; tres o cuatro trazos horizontales de un azul agrisado y es el mar -en esas dos franjas superiores, el blanco del papel a la vista, con efectos de luz (en el cielo), de profundidad (en el mar). Con rápidas manchas de un ocre más claro hacia lo profundo, casi sucio en el primer plano, se resuelve la playa. Y en la playa se sitúa lo que constituye el centro de la obra: gentes en abigarrado grupo junto a una larga canoa y otra un poco más hacia el mar. Las canoas son manchas de color -del azul al negro- con alguna forma; los humanos, manchas obscuras -del negro al café- que con el distanciamiento del espectador cobran entidad y vida; de cerca son manchas elementalísimas, nerviosos trazos. Hacia la derecha, con mancha más fuerte y trazos aunque sincopados más figurativos, se captó un carro y dos espectadores sedentes. A pesar de ser irrelevante y acaso hasta inoportuna la pregunta: esta acuarela, ¿cuánto tiempo le tomó al artista? Seguramente muy contados minutos: lo justo para asir el momento de luz y la impresión de vida.
En los tramos posteriores de la pintura de Tejada -los que nos aguardan- fue el óleo el que dio al artista los medios más plásticos para cifrar visualmente sus hallazgos del mundo indio y mestizo -eran cosas más profundas que la pura impresión, por certera y rica que esta fuese-. Pero nunca abandonaría la aciuarela. Y en la hora en que descompuso analíticamemte Quito en sus elementos arquitectónicos barrocos o populares, la acuarela le sirvió para dar a esas visiones transparencia y atmósfera -en contraste con la solidez de los óleos-. Sus Quitos a la acuarela fueron más libres y poéticos. Escribo esto frente a uno de ellos de gran capricho en el juego de efectos visuales y gran belleza, que el lector hallará reproducido.
En 2001 organicé, con el Centro Cultural Benjamín Carrión, una “Pequeña antología de la moderna acuarela ecuatoriana”. Leonardo Tejada decidió la que en tan escogida selección le representaría. Fue una pieza de 1992 -de su colección-. La mancha libre y de cierta extensión -rojos, verdes, azules y violetas, muy diluidos- y brevísimos trazos lineales para hacer emerger del blanco de la cartulina cuatro figuras indígenas femeninas y una zoomorfa central y someterlas a ritmo frenético, en una suerte de danza ritual o ceremonia mágica. También para nuevas dimensiones del mundo indígena se apoyó Tejada en su acuarela.
EBANISTERIA Y TALLADO
De los hijos del don Virgilio -“el célebre ebanista, y diseñador de muebles”, que escribió, con justo orgullo, Leonardo Tejada en esos apuntes autobiográficos por los que comenzamos este ensayo-, fue Vicente el que más se apropió de la herencia paterna del trabajo artístico de la madera. Al mencionar a las principales figuras del arte quiteño de la década de los cuarenta, cuando escribió su Artes plásticas ecuatorianas, José Gabriel Navarro, gran conocedor de la noble y antigua tradición quiteña de la talla en madera, consignó: “Miguel Angel Tejada, de Latacunga, el mejor tallador de estos tiempos, autor del retablo mayor del santuario de Guápulo”[30].
Pero resulta que Leonardo, a quien, a continuación del lugar citado, Navarró mencionó como “dibujante, pintor y escultor, que ha introducido el xilograbado en las artes ecuatorianas”, contribuyó también, y decisivamente en la parte artística, a la realización de ese hermoso retablo, de un barroco sobrio y señorial. Y las mayores empresas de ebanistería y talla del período se pondrían a cuenta de “los hermanos Tejada”. Años después, al cobrar Leonardo prestigio americano como pintor, a menudo, ya solo su nombre se destacaría aun en esas empresas comunes de la madera. En la década de los sesenta, un periódico de Los Angeles, EE.UU., escribía:
Fuera de Quito, en Caracas, en numerosos templos, restaurados o construidos, se encuentran magníficas obras de Tejada, mandado a buscar a Quito para la realización de las mismas, porque se le tiene en la América del Sur como una autoridad sin igual en semejante artesanía[31]
A raíz del sismo del 3 de agosto de 1950 que dañó edificios históricos de Venezuela, el gobierno del Ecuador decidió contribuir a la reconstrucción de la catedral de Barquisimeto y la iglesia de la Concepción de Tocuyo, en el estado de Lara, con obra de ebanistería y talla, confiada a los afamados hermanos Tejada. Leonardo había viajado a Venezuela y había presentado planos para la reconstrucción de los retablos de esas dos iglesias y el gobierno ecuatoriano los aprobó, y encargó la obra a los dos artistas[32]. Lo más y más importante artísticamente fue para la iglesia de la Concepción: tres retablos para vanos de cinco metros cincuenta de ancho por seis metros setenta centímetros de alto, de cima circular, para los cruceros derecho e izquierdo, y para la nave lateral izquierda, más un revestimiento moldurado para el artesanado -de seis metros por veintiocho-, con rosetones tallados. Y una sillería de coro de doce asientos más uno central. Para la catedral de Coro se trabajaron retablos.
Obra tan ingente la realizaron los Tejada a finales de la década -ya veremos que en la primera mitad de esos cincuenta otras tareas culturales absorbieron a Leonardo-. Los dos retablos para la catedral de coro se entregaron, en solemne acto, en Quito, en marzo de 1961. Entonces, el alcalde de Quito Julio Moreno Espinosa destacó aquella obra como continuación de la rica tradición colonial quiteña: “Hoy, orgullosos, podemos manifestar que que conservamos esa gran tradición artística”. El embajador de Venezuela, el gran historiador José Luis Salcedo Bastardo, también exaltó la tradición cultural y artística quiteña revivida en esos retablos por los hermanos Tejada: “Estas obras -dijo- van a la primera catedral fundada en América, la de la Ciudad de Coro, donde los visitantes admirarán lo que vale este hermoso arte quiteño”[33]
Se inscribía Leonardo Tejada, consciente y orgullosamente, en la tradición de la talla artística de nuestra Colonia. Pero no le hallaba sentido a reproducir aquelas altas producciones. Inscribirse en una tradición nunca ha significado repetir sus obras. El lo entiende y sus tallas venezolanas no copian nada quiteño: recrean un barroco
Durante como tres décadas los hermanos Tejada trabajaros retablos, artesonados, molduras, frisos y apliques en madera, en ejercicio de lo que Leonardo calificaba como Alta Artesanía. Yo vi trabajar a Leonardo los rosetones para el artesonado del salón que por entonces ocupaba el Congreso, como huésped del Palacio de Carondelet -en los años 50 y 51-, y la dura madera de cedro respondía a sus certeros cortes o trazos de la gubia como si fuera suave y moldeable. Se ha escrito que era como si “saborease” el material,y aquello, tan plástico, es justo.
Tejada fue siempre viajero que regresaba de sus andanzas con rico botín de hallazgos, descubrimientos y hasta revelaciones. De uno que hizo a Italia, lo que con mayor placer describía eran los tallados en madera, esa vieja y rica tradición del trabajo en la madera plasmada en tantos elementos a veces al parecer simplemente utilitarios y modestísimos. En Quito había habido una tradición que no le pedía favor, en finura y encaprichamiento en el detalle, a aquella. Era cuestión de revivirla. Ese fue el sentido más trascendente de cuanto Tejada hizo, junto a sus hermanos Miguel Angel y Vicente, en la talla artística. Entre tantas y tantas empresas como las gentes de cultura le debenos a nuestro país está hacer un inventario serio, comentado, debidamente ilustrado de la obra de los hermanos Tejada en la madera.
II
UNA EMPRESA CULTURAL DECISIVA
En su segunda entrega de 1937 el Boletín de la Academia Nacional de Historia publicó un importante texto al parecer menos directamente relacionado con la disciplina que esa corporación cultiva. Trataba de la “Organización de encuestas aplicadas al acopio metódico de materiales para la lingüística, la etnografía, y el folklore o demosofía del Ecuador”[34]. Comenzaba por destacar la importancia de esa recolección:
Recordaremos de paso y con brevedad la importancia de recoger metódica y uniformemente la inmensidad de materiales imprescindibles para formar con solidez la Lingüística, la Etnografía y el Folklore o Demosofía nacionales, que el Ecuador necesita como único medio, según tan a menudo se ha repetido, de llegar a conocer científicamente lo más importante que posee la Nación, como es el hombre ecuatoriano, en sus mejores y múltiples aspectos: en lo que presenta el alma patria de uniformidad nacional y en lo diferencial de las respectivas mentalidades y psicologías de cada una de las razas, condiciones, clases y comarcas naturales que con tanta complicación e interés se presentan en tan privilegiado país.
Alertaba después sobre la urgencia de tal tarea, en especial de los materiales “en peligro de extinguirse”, y recordaba “el voto expresado con insistencia por destacados periodistas y educadores, militares y políticos, en el Ecuador y en otras varias Naciones, bajo el lema, literal o equivalente, de “¡ahora o nunca!”
No obstante esa temprana voz admonitoria casi nada serio se hizo en asunto que las circunstancias tornaban cada vez más urgente hasta que en 1952 la Casa de la Cultura Ecuatoriana tuvo la feliz iniciativa de realizar la Primera Exposición Nacional de Artes Manuales Populares. Y quien tuvo la dirección general de ese gran empeño fue Leonardo Tejada.
Era aquella, si se quería hacerla medianamente bien, una tarea descomunal, y Tejada lo reconoció, con su habitual lucidez:
Es de suponerse que la realización de una tarea como ésta en un instante en que no existe el ambiente indispensable para su ejecución, se convierta en un esfuerzo sobrehumano, para dar a las artes populares una ancha vía, en la que, desde entonces, los que vengan después encuentren una atmósfera purificada de posibilidades y puedan desarrollar sus propósitos sin sufrir las feroces incomprensiones que hicieron de la Primera Exposición Nacional, una agitada tarea [35]
Se debió comenzar por enviar misiones para que preparasen el ambiente y mentalizasen sobre la proyectada recolección de bienes. Se dividió el país en cuatro zonas, y se confió la tarea a artistas y profesores, en su mayoría de la Escuela de Bellas Artes -de la que Tejada era profesor-. Artistas de reconocida importancia en las artes plásticas nacionales asumieron el reto: Diógenes Paredes, Bolívan Mena Franco, Gerardo Astudillo, Eduardo Kingman, César Bravolamo, Pedro León y Galo Galecio.
Leonardo Tejada, a más de director y organizador de las misiones, fue jefe de misión para la primera zona, que comprendía Carchi, Imbabura, Pichincha y Cotopaxi. Trabajaron con él Diógenes Paredes y Bolívar Mena Franco.
“Una vez terminadas las labores de las Misiones -pudo escribir con no velada satisfacción su director-, el personal emitió un informe general el que advertía la supervivencia de nuestra gloriosa artesanía, y a la par aseguraba la participación de un gran sector de artífices de todo el territorio nacional a la Primera Gran Exposición de Artes Manuales Populares”.
Fueron 400 los artesanos que llegaron con su obra, desde los más distantes lugares del país, a la gran exposición. Un gobierno sensible dio la debida importancia al acontecimiento. El presidente de la República, Dr. José María Velasco Ibarra, inauguró la muestra. En un discurso entre caótico y brillante -como buena parte de los suyos-, “Hay que conservar -dijo- la expresión de nuestro pueblo en la supervivencia del arte. Por eso, esta Exposición tiene su importancia especial, porque el hombre concreta su alma, amor e imaginación, y en la cual se revela que el hombre es eterno y que en todas las edades del hombre es igualmente eterno”. Se dirigió a los artistas que habían trabajado esa gran manifestación de cultura popular: “A los jóvenes que habéis hecho esta Exposición os pido fe en el bien, en la Patria y en América española, ya que el hombre encarnado del bien es omnipotente y creador”, y terminó pidiendo: “Defendamos a nuestros artistas ecuatorianos y forjemos nuestro mundo cultural, perfeccionando las virtualidades humanas”[36].
Esta fue una gran empresa del Tejada promotor de cultura e infatigable animador de acciones culturales importantes. Pero fue especialmente decisiva para su propia obra de creador. Lo que escribió de la Exposición nos pone en la pista del salto que iba a dar en su pintura a partir de esta experiencia que para él fue sin duda especialmente fascinante:
En esta Exposición se admiró una obra en la que el pueblo había puesto su innato sentido de belleza, de forma, de color y de dibujo[37]
De cuanto vio Tejada, tanto en las semanas de búsqueda por pueblos y comunidades como en la misma exhibición, esto fue lo que, como creador de arte visual, le impactó más vivamente. Y entrevió algo por debajo de la epidermis de ese despliegue de creatividad popular:
Todo este folklore plástico, por una parte, y la artesanía industrial por otra, demostraban una gran variedad de riqueza que hacía suponer que todavía existen refundidos los temas esquemáticos y eternos de un remoto pasado y que solo era necesario la oportunidad para que aflore nuevamente ante nuestros ojos esa maravilla artesana que la considerábamos como un paraíso perdido.
Bajo la superficie de ese arte ingenuo y esa hábil artesanía latían los temas de un remoto pasado. ¿No sería un excelente camino para revitalizar un indigenismo que parecía agotado ir en caza de esos temas para cobrarlos en formas y signos?
HACIA UNA ‘TEORIA DEL ARTE POPULAR”
Rasgo característico de Tejada fue, ante cada nueva experiencia que sentía decisiva, el empeño por reflexionar sobre ella y aun avanzar hacia una teoría. Esta exposición de arte popular, que en gran parte dependió de sus conceptos y organización, le requirió comenzar a esbozar una teoría del arte popular.
Comenzó por el hecho patente de que “el Ecuador es un país en el que existen en la actualidad miles de hogares en donde hombres, mujeres y aun niños confeccionan a mano objetos útiles decorativos y caseros para usos domésticos y festividades religiosas y paganas”; pero al describirlo, así, sumariamente, se confundía los objetos simplemente artesanales con los que llamó “decorativos” y se aludió a su empleo en “festividades religiosas o paganas”, lo cual parecía sacar a esos objetos del campo de lo puramente utilitario.
La posición de los sectores pensantes del país frente a estas manifestaciones la presentó así:
Este fenómeno de aferrada y curiosa vivencia de las Artes Populares ha sido motivo de variados comentarios e interpretaciones, no siempre felices, si a falta del conocimiento del problema no han hecho si no ponderar superficialmente su grandeza, sin la debida consideración de su alcance en el orden social, económico y cultural que estas artes significan en la vida nacional. Lo más que se ha hecho es especular políticamente su denominación, y casi siempre se les ha prejuzgado como un estigma que les condena a considerarlas como una manifestación de un pueblo atrasado y por consiguiente han sido repudiadas por las sociedades de nuestros días[38]
Tejada no es un expositor competente y por ello sus ideas no siempre aparecen claras y con la .coherencia que intuimos tenían en su pensamiento. Lo que de este lugar se desprende es que las artes populares tenían plena vigencia; que ello había obligado a interpretarlas, pero tales interpretaciones, por falta de conocimiento, se habían quedado en ponderación superficial de su grandeza. Y casi siempre se les ha tenido como un estigma, como manifestación de un pueblo atrasado.
Así planteada la cuestión, el artista se siente obligado a establecer la naturaleza, valores e importancia del arte popular. Para él, confiesa, la aproximación a ese arte ha sido labor de doce años. El párrafo no puede ser más significativo:
Por esta razón, los que nos preocupamos honradamente por el destino de esta parte de la sensibilidad y vida del pueblo ecuatoriano, hemos de ser leales a un principio de honestidad y respeto que merece esta expresión popular y, al hacer un sumario de nuestra labor de doce años, hemos de hablar claramente de nuestros propósitos, de los objetivos alcanzados y de los inconvenientes que hemos tenido en la dura tarea de redescubrir la facultad creadora de nuestro pueblo.
Halla Tejada “dos fuentes tradicionales de Arte Popular”: la indígena y la mestiza. La primera es “el arte tribal indígena, que producen los diferentes grupos étnicos con raíces y caracteres propios y de exclusivo consumo de la comunidsad que los fabrica”; la segunda, “que más bien es una artesanía de raíces mestizas y criollas”, es “el verdadero Arte Popular”. Reconoce que la tradición artesanal ecuatoriana “deviene de las corrientes artesanas de Europa y Asia”, pero halla que
En el Ecuador hay una infinita variedad de influencias y manifestaciones de Arte Popular que en conjunto forman un grupo de artesanías con técnicas, estilos, formas, diseños y tradiciones de diverso origen y procedencia, a la que se une la sensibilidad proverbial del artífice ecuatoriano, que al tomar en sus manos el leño, el barro o el metal, lo transforman en obra de arte, modelando de esta manera el espíritu mismo de su raza.
Artesanía y arte popular eran dos conceptos que nunca se delimitaban: según nuestro teórico, las manifestaciones de arte popular formaban un grupo de artesanías, que con su sensibilidad el artífice ecuatoriano las transformaba en obra de arte. ¿Cómo se realizaba aquello? ¿Cuándo el producto pasaba de ser simple artesanía a ser obra de arte popular? ¿Lo hacía sin perder su condición artesanal? La respuesta a todas estas preguntas fundamentales dependía a la vez que contribuía a ese delimitación que nunca acababa de hacerse.
Sin llegar a la discusión de esos límites -seguramente problemáticos- entre artesanía y arte popular, Tejada denunciaba una situación conflictiva, que estaba reclamando atención urgente:
En nuestro país, a pesar de la honda tradición artesana, las artes populares constituyen un problema de urgente solución, pues, no sólo porque la industria importada, producto del mundo mecanizado ha desplazado del medio nacional al artesano y su obra, sino que. además, al imponer sus formas y estilos foráneos estandarizados y ajenos a nuestra tradición y gusto, han contribuido al menoscabo de la personalidad y capacidad creativa del artífice ecuatoriano. Sin embargo, a pesar del violento impacto de este (sic) era de la civilización industrial, sobreviven las artesanías populares que si bien, ejecutadas con técnica primitiva no dejan de ser un valioso aporte a nuestra cultura y civilización.
La visión cruda del problema no terminaba en jeremíada pesimista: “La sabiduría artesana es una cualidad innata de fuerte y vigorosa expresión con que el hombre se defiende de la máquina y de la velocidad”.
Esta teoría del arte popular, aunque en estado embrionario todavía, fundamentó los trabajos de investigación y recolección de muestras para la gran exposición nacional de artes manuales populares. Se encargaba al personal de las misiones “seleccionar las producciones típicas más puras y excepcionales”, hacer estudios y observaciones “sobre el sentimiento artístico popuar”, contactar con sociedades y gremios artesanales “que tengan que ver con la práctica de las artes típicas de cada región”.
Y terminaba Tejada por formular un proyecto de trabajo en campo que sentía tan rico de posibilidades lo mismo teóricas que prácticas. Concluía “la necesidad de realizar estudios concienzudos hasta aquí no verificados de todo cuanto se relaciona a la calidad plástica y al regionalismo artístico de lo que se ha dado en llamar equivocadamente “industrias típicas”, de nuestras artes populares”. El iba a seguir tenaz en esa tarea en la que, lo confesaba, llevaba ya doce años. Iban a venir algunos más, especialmente fecundos en hallazgos.
Conforme ahondase en el mundo de las artes populares, se iría abriendo ante Tejada una nueva gran etapa de su arte.
LA ALTA Y HONDA ESCUELA DEL FOLCLOR
Para afirmarse en ese camino y hacerse del rico instrumental que la decisiva empresa requería la escuela fue el folclor. Cometido del folclor era detectar las huellas de viejas y obscuras sabidurías ancestrales y armar expediciones en su búsqueda.
En 1961 se crea el Instituto Ecuatoriano del Folklore, adscrito a la Casa de la Cultura Ecuatoriana, con el folclorólogo brasileño Paulo de Carvalho-Neto, como animador y asesor. Y el 14 de abril de 1962, tras cursos de preparación teórica y práctica para investigadores, se realizó la primera salida de investigación. Viajaron Jorge Enrique Adoum, Julia Bazante, Anders Blomberg, Rolf Blomberg, Ivolina Rosa Carvalho, Napoleón Cisneros, Olga Fish, Luce De Peron de Guayasamín, Oswaldo Guayasamín, Oswaldo Muñoz Mariño, Elvia de Tejada y Leonardo Tejada. Justino Cornejo, experimentado estudioso del folclor poético costeño, afirmó que esa expedición marcaría “el inicio de una nueva etapa, ojalá que definitiva, en el terreno de los estudios folklóricos en suelo ecuatoriano”[39]. Los resultados de esa primera salida al campo de un equipo de folcloristas se recogieron en el libro Folklore de Licán y Sicalpa. Contribución[40].
Resulta significativa la presencia entre los fundadores del Instituto Ecuatoriano del Folklore de artistas plásticos: Jaime Andrade, Olga Fish, Oswaldo Viteri y los esposos Tejada, Leonardo y Elvia. De ellos, Olga Fish se inclinaría más al manejo de bienes del folclor, y, de los otros, dos se aprovecharían de modo especialísimo, cada uno a su manera, de la riqueza del folclor, para su obra creativa: Leonardo Tejada y Oswaldo Viteri. A través de ellos, esta primera experiencia de un trabajo serio en el campo del folclor sería importante para las artes visuales ecuatorianas del siglo XX.
En 1965 se cumplió en este campo del folclor -en que se seguía trabajando con ahinco- una estupenda empresa, que, por su misma naturaleza, correspondió a los folclorólogos artistas: un gran libro que recogiese en dibujos el arte popular del Ecuador.
También esta gran tarea tuvo que asentarse sobre los cimienos de una teoría del arte popular. Y correspondió echarlos a Paulo de Carvalho Neto. La primera de las reuniones preparatorias de los viajes de recolección de los motivos que harían el libro fue una clase sobre “Teoría del arte popular”. Y Carvalho comenzó por donde un científico de su formación y experiencia debía comenzar: por un concepto de arte popular.
“El concepto de arte popular, que les di -ha contado- y aceptaron en principio, más bien como instrumento de trabajo, fue el siguiente: Are popular son aquellos hechos de las categorías del llamado folklore ergológico que poseen elementos intrínsecos de creación artística, o sea, de lo que suele entenderse por “lo bello” ”.[41]
Compleja cosa trabajar con algo tan elusivo y tan subjetivo como lo bello. Por algo quienes iban a emprender la cacería eran especialistas en “lo bello” -artistas: dibujantes, pintores-. (Eran aquéllos tiempos en que el arte tenía todavía como objeto lo bello, no importaba que, desde Baudelaire, el artista lo hallase en objetos que al cómodo y rutinario burgués podían parecer hasta asquerosos). “Deberían, pues, -siguió contando Carvalho- concretarse de preferencia a la cultura material y registrar únicamente aquellos rasgos que, dentro de dicha cultura, les produjeran impacto de carácter “artístico”. Ahí estaría el arte popular. Tal sería el criterio que los induciría a dibujar o nó este o aquel objeto. En efecto, en el concepto de arte popular siempre hubo un porcentaje de intuición subjetiva”.
Así planteada en lo esencial la búsqueda, se elaboró un esquema de los campos en que se iba a buscar esos objetos, que fue el de las especies del folclor ergológico, desde la cocina y habitación, pasando por todas las manifestaciones decorativas o utilitarias, hasta las lúdicas y las rituales. Territorio de cultura vasto y rico. Y también vasto el terreno material de la búsqueda: de Quito hacia el norte, hasta Ibarra -con Calderón, Otavalo, Cotacachi, Atuntaqui, San Antonio y Caranqui-; de Cuenca, al norte -Azogues-; al sur -Oña, Saraguro, Loja- , y a los lados -San Joaquín, Baños, Uzhupud, Gualaceo, Chordelec-; y de Quito al sur -Pujilí, Latacunga, Salcedo, Píllaro, Ambato- y hacia el Valle de los Chillos -Uyumbicho, Sangolquí, Amaguaña-. Establecido el mapa, los artistas se pusieron en camino: Jaime Andrade, Olga Fish, Elvia de Tejada, Leonardo Tejada y Oswaldo Viteri. La cosecha con que volvieron fue de 924 dibujos. De ellos 265 -solo los dibujos, sin pie ni comentario alguno- formaron el libro arte popular del ecuador , editado ese mismo 1965, del que con sobra de razón podía afirmar Carvalho: “imprime un avance gigantesco a la iconografía folklórica ecuatoriana, en lo que atañe a dibujos. Si bien es verdad que estábamos atrasados, a tal respecto, ahora nos conquistamos un lugar prominente en esta América, quizá el primero, sin entrar a considerar que dicho equipo de artistas, como equipo, no tiene símil en el mundo”. Y era así. Sobre todo dos de esos artistas escibirían una página brillantísima en el dibujo ecuatoriano del siglo XX: Tejada y Viteri.
Esos dibujos enriquecieron el repertoriode formas de Tejada; pero, curiosamente, dos que podrían pasar por bocetos de cuadros de los que iba a pintar en la siguiente déceda no le pertenecían: eran de Olga Fish, tomados de los bordados de los danzantes de Calderón.
En Tejada hallamos el dibujo simple y exacto, al estilo de una vasija chordeleg -al fin y al cabo, lo artístico eran los objetos; el dibujo debía reducirse a reproducirlo con la mayor fidelidad-. Pero se siente en algunos dibujos la fascinación por la riqueza ornamental: una fuente de barro cocido y vidriado de Chordelg, con decoración de un rococó ingenuo; una casi barroca pulsera de plata de Chordelg y un rico tupo zaraguro; el lujoso adorno de una vaina para machete, en cuero repujado, de Zaraguro; la finísima filigrana en plata de una cigarrera de Chordeleg, y el encaprichado cubrir de adornos coloreados de un diablo huma de masa endurecida de Calderón. En algún caso, esa rica ornamentación incita al artista a enriquecer su dibujo de multiplicados trazos, como una ofrenda floral lojana.
Otros dibujos nos hacen sentir el gusto y admiración que por esos objetos de arte popular sintió el hijo del célebre tallador y ebanista: una banca de madera de Caranqui, con sus patas y brazos tallados con riqueza y exquisito gusto, o los adornos del espaldar de una sencilla banca cuencana. Y este artista de tantas destrezas artesanales admiraba en su dibujo un balcón de hierro forjado, de bello diseño, de Otavalo.
Fue sin duda aquel para Tejada, ya magnífico dibujante, taller donde pudo poner a prueba no solo su habilidad para reproducir fielmente un motivo -que era de lo que, básicamente, se trataba- sino las posibilidades de su línea, que fue de lo simple y puro a lo libre y suelto -las faldas de las indias zaraguro- y hasta a la línea que se sumía en mancha en una cruz para cubierta de hierro, de Cuenca.
Y fue Tejada el artista que más se interesó en su dibujo por la casa rural, plasmando calles y casas, o con línea fina -calle de Saraguro e interior de una casa en Saraguro- o con nerviosa línea y mancha -calle y casas de la parroquia de Baños, en Cuenca.
Y algo más dejó esta empresa al dibujante Tejada: su hábito de viajar lápiz o pluma en mano para captar impresiones visuales en sus viajes. Años más tarde todo un libro recogería dibujos hechos al andar por Brasil: Semblanzas de un Viajero su Apuro.
Si a los doce años de que nos habló -que vendrían a ser 1945 a 1957- sumamos los de sus investigaciones y tareas en el Instituto Ecuatoriano del Folklore -del que fue director ejecutivo de 1962 a 1965- tenemos más de dos décadas en que Tejada hurgó en las ricas entrañas del arte popular y el folclor, y, al tiempo que hacía tanto por el arte popular del Ecuador, acumulaba rico botín de formas y elementos simbólicos hondamente enraizados, de movimientos y ritmos, de cromática india y mestiza a los que daría expresión plástica contemporánea en su creación artística. Habían sido décadas de poca producción y acaso menor; lo sustancial había sido el enriquecimiento y la maduración interior. Tierra así abonada iba a comenzar a dar sus frutos.
La obra con que participa, en 1967, en la amplia y desigual muestra “Testimonio plástico del Ecuador”, la témpera “Zaraguros”, era una estilización de un motivo folclórico en una suerte de icono vertical que no superaba lo decorativo. Obras así clausuraban una etapa. La nueva comenzaría con la década de los setenta. Acaso en el mismo 1970 -por lo que vamos a ver.
LAS MEDIACIONES
En una entrevista que se le hizo en 1991 Tejada afirmó:
Como pintor no creo necesario expresarme con préstamos culturales ni con estéticas importadas… Tomo de Klee, Chagall, Miró y demás maestros pero con emoción propia[42]
Klee, Chagall, Miró iban a jugar papel importante en esta hora en que el artista ecuatoriano, provisto de rico repertorio de formas simbólicas de raíz india y mestiza y con la cantera del folclor abierta para seguir extrayéndolas, asumía el reto grande de forjar su lenguaje visual, que debía ser propio, contemporáneo -lo cual no es, por supuesto, categoría cronológica, sino estética- y, en el caso de Tejada, capaz de expresar todo ese mundo profundo en el que había ahondado por años. Sin abdicar de su originalidad, hombre de cultura como era, sintió la necesidad de aprender lecciones de grandes maestros contemporáneos, aquellos que mayor afinidad presentaban con ese mundo que él quería decir o habían dado con formas que Tejada vio con especiales poderes para la realización icónica de ese mundo. Y de allí lo sugestivo de esta triple mención, que, en el orden en que se dio la aproximación, debía ser Miró, Klee y Chagall.
En una conversación con una nieta que trabajaba una monografía sobre su arte, Leonardo Tejada hizo una confesión que para esto que he llamado las “mediaciones” resulta especialmente iluminadora. Vale la pena escucharla completa:
París 1974. A los 69 años de edad en aquella ciudad, podía sentir del todo constante la presencia de mi intensa pasión por el arte. Estaba como siempre dentro de mí, desesperada por salir hacia mis manos, ferozmente ansiosa por crear.Un día después de tanto caminar llegué a un hotel a descansar. Dormí cómodamente bajo el peso leve de un sueño que más parecía una señal. Estaba en un gran salón rodeado de figuras que flotaban sin ser alcanzadas por la gravedad. De repente, toda la perplejidad en que me hallaba se rompió cuando oí una voz qwue me llamó. La oía cerca y muy clara pero a pesar de eso, tan solo mi nombre logré entender. Me quedé inmóvil por unos segundos, luego decidí acercarme al sitio de donde la voz provenía; caminé a través de las figuras y llegué por fin a un rincón. Todo desapareción en aquel momento y de la voz únicamente el eco se escuchó. Ya no estuve perplejo ni mucho menos nervioso, algo se había saciado en mi interior, estaba feliz y hasta tenía un color nuevo debajo de la piel. Lo raro era que en ese rincón sólo había un muñeco que curiosamente tenía un tomate en la nariz; me miró fijamente y sólo entonces logré despertar. Al cabo de dos días una etapa de mi vida artística se resolvió. Un sábado en la noche, me encontraba en una gran galería disfrutando de una retrospectiva muestra de Miró. Cuando me disponía a salir, me topé con la multitud que rodeaba a un hombre pequeño de nariz roja: era él, era Miró, uno de los padres del surrealismo. No logré alcanzarlo, pero el solo verlo me bastó para entender que mi arte necesitaba de un cambio. Las imágenes estilizadas de mi sueño se habían vuelto realidad y esa realidad era definitiva, el golpe de inspiración que marcó el comienzo de mi tendencia surrealista [43]
A los veinticinco años de aquel episodio el artista lo evoca con una pasión y deslumbramiento que con el paso del tiempo no ha perdido contornos, aunque acaso haya sido poetizado. Una lectura psicoanalítica del texto nos lleva a una palabra clave que se repite, aunque con variante morfológica: perplejidad-perplejo. El recuerdo encubre el sentido que tal perplejidad tenía en esa hora del artista. Pero lo delatan otras expresiones: la intensa pasión por el arte desesperada por salir hacia las manos; “una etapa de mi vida artística se resolvió”. Y para el crítico e historiador de esta trayectoria artística hay otros dos lugares fundamentales: “el solo verlo me bastó para entender que mi arte necesitaba de un cambio”, “el golpe de inspiración que marcó el comienzo de mi tendencia surrealista”. Confiesa Tejada -en una hora de balances y cuentas rendidas a sí mismo- ese hallazgo decisivo que situó en ese lugar y hora precisa.
Todo ese sueño y los sucesos evocados están marcados por la presencia de Miró. Miró significaba en el arte del siglo XX la recuperación de las formas elementales: figuras caprichosas (o que lo parecían) prolongadas en líneas largas y sinuosas, y otras como cometas, amebas, hombrecitos, aves, extraños peces, lunas; y manchas, simples manchas. Formas como las del mundo infantil o primitivo. Repertorio de formas que se había ido simplificando y acentuando desde finales de los 20. Y esas formas organizadas en el espacio en secuencia que evocaba lo mismo asociaciones infantiles que el discurso de memorias ancestrales. Es decir, los dos grandes componentes de su lenguaje visual como en el niño o el primitivo; dejando emerger lo profundo en su elementalidad originaria. ¿No era esa una manera de lenguaje contemporáneo incitante para quien iba a trabajar con formas extraídas también de lo profundo del inconsciente colectivo? Y había en Miró más: lo lúdico -¡qué delicioso y libre juego era, por recordar un caso ilustre, su “El carnaval del arlequín”!- y estaba el lirismo de tantas de sus combinatorias. Y algo más, que sin duda impactó en Tejada: el color. No era la de Miró una paleta especialmente rica; más bien, limitada: azul, bermellón, amarillo, verde, negro. Pero su color era rico de sentido. Raynal dijo que el color con Miró volvía a tener significado “en el punto en que los fauves, con Matisse, lo habían dejado”.
Años más tarde de la experiencia parisina Tejada confesaría cómo le admiró la vecindad formal -no, por supuesto, ni cronológica ni genética- de dibujos de Miró con bordados indios de Cotopaxi. “Estos bordados se asemejan con misteriosa exactitud a los dibujos de Miró” -le dice a un periodista-.[44] No era de extrañar tal vecindad pues el mundo de formas que florece en el dibujo infantil y primitivo, el que emerge en los sueños, procede de abismos que son los mismos para todo existente humano.
Miró, pues, abría ante el artista americano que emergía de sus férvidas búsquedas folclóricas estupendos caminos para la invención de su lenguaje icónico. Personal y enraizado en lo propio.
‘EL CUADRO SUPREMO”
La iluminación inspiradora parisina fue en 1974. Pero en los años anteriores de estos comienzos de la decisiva década de los setenta suceden en la trayectoria artística de Tejada cosas tan importantes como aquella -o más.
“Este es el cuadro supremo” -me dice alguna vez Tejada frente a “Drama en ocre”, obra de 1970. Y este ensayo me invita a hacer uso, por primera vez, de tan significativa confidencia.
“Drama en ocre” ha roto con la figuración del Realismo Social. Y por ese ser otra cosa comienza la importancia que el artista da a su cuadro.
Se ha inscrito sobre un fondo de cálido pero desvaído amarillo una cuadrícula que es soporte primitivo -como cuero o corteza o hasta arcilla quemada-. Con lo cual se ha puesto en el cuadro algo que es más que el cuadro; al menos, distinto, trizando cualquier forma de ilusionismo realista. El espectador ha de sentise como ante un viejo códice o dibujos en la pared de alguna cueva-. A tal efecto contribuye la técnica de lo que el artista llamó “óleo inciso”: manera más recia, con mayor aire primitivo, de trazar los dibujos.
Las figuras se han incidido sobre ese grueso soporte de un color de tierras quemados, con juego que conjuga libremente un color más profundo con ocres más claros, lo cual destaca algunas de esas figuras y crea sensación de relieve.
En un clima de tal intención, tono y valores plásticos, el artista ha organizado rico, abigarrado conjunto de formas lineales vagamente antropomorfas, zoomorfas, de casas rurales o campesinas, de objetos folclóricos. Con dibujo que distaba largamente de las exactitudes de los que hiciera para el Arte popular del Ecuador: un dibujo sincopado, elementalísimo, como pudiera ser el infantil o ingenuo -naive.
El “cuadro supremo”: no me dijo entonces el artista por que lo estimaba así. Y yo ahora es la primera vez que trato de elucidar el sentido de tan rotunda afirmación. Cuadro supremo porque en él lograba convertir el folclor en arte contemporáneo, superando maneras miméticas de figuración realista y devolviendo a todas las cosas que constituían el rico universo del folclor su dimensión sígnica. Cuadro supremo porque en él había dado con formas válidas y con una organización del espacio.Y porque había hallado una cromática para ese juego sígnico. En suma, “supremo” porque era perfectamente válido y esencialmente nuevo: nadie, que el artista supiera, estaba trabajando con ese lenguaje ni en el Ecuador ni en América.
Por fin, ese cuadro era, a la vez que obra lograda en sí, semillero de muchas posibilidades expresivas para esa recuperación plástica del folclor que era el territorio en que Tejada había decidido instalar sus más ricas expediciones venatorias. Con esa pieza -a la que pronto acompañarían unas pocas más de ese mismo dibujo inciso sobre soportes inscritos en la tela, bullentes de formas sígnicas- Tejada se volcó ya definitiva y cada vez más totalmente a pintar. Los frutos de esa decisión radical pudieron comenzar a verse tres años más tarde en una importante muestra individual con la que el artista rompía un silencio de más de dos décadas.
LA MUESTRA PROGRAMATICA
En 1973 abre Tejada una individual en la Galería Altamira, que regentaba el artista Jaime Darquea. Muchos en los medios artísticos se preguntaban, bien o mal intencionados, si Tejada seguía pintando; de hacerlo, si seguía en el Realismo Social, o si no qué estaba haciendo. Esa importante muestra fue la respuesta a todos esos interrogantes. Y fue una estupenda respuesta.
LA FASCINACION DE LOS BIENES POPULARES
TEJADA, CONTINUACION
En la década de los setenta, que es -lo hemos visto- la década en que Tejada pone a punto su nuevo instrumental y fija los cauces por los que discurrirá su creación artítistica, hay aún otra importante novedad: el artista experimenta para lograr mayor expresividad con los elementos materiales de la obra.
Sus texturas fueron frecuentemente gruesas, ricas; pero ahora cobran mayor espesor y se cargan de sentido. Fue el caso de las densas texturas verdiazules de “Brujo”, por ejemplo. Y lo textural de la obra se refuerza con pegados de trapos, cabuyas, arena, materiales de especial grosor.
La figura llega a desaparecer y el lugar protagónico de la obra lo ocupan esas fuertes, a veces violentas texturaciones, a las que el color no hace sino intensificar en su expresividad, que linda en agresividad. Se llega por este camino a una suerte de expresionismo abstracto muy matérico.
En “Figuras con ritmo” el grueso pegado es sometido a vigoroso ritmo. En otras obras, los materiales encolados se valorizan con color: llegan unos ocres obscuros a intensificar la sensación de oquedades; sombras contrastadas confieren nuevo dramatismo a cuadros ya dramáticos por la bastedad de sus texturaciones. El dramatismo de “Hombre acabado” debía mucho a esa gruesa tela que se desgarraba para formar el nicho obscuro en que se inscribía el torturado, y las desgarraduras de su cuerpo lacerado, macerado, se expresaban por una materia rota, corroída.
El acrílico “Paisaje espacial”, de 1972, una de las más bellas obras de Tejada, debe su fuerza telúrica, su poder de seducción, a lo matérico y al contraste de un arriba y abajo fuertemente matéricos con una franja intermedia que es una suerte de cielo obscuro -el cielo interestelar de las obras de cienciaficción-. Porque esa obra, hecha sin duda como homenaje a los empeños del hombre por dar sus primeros pasos hacia la conquista de otros mundos en el ancho y obscuro espacio exterior -en 1969 el hombre había llegado a la luna; en 1971 tanto Estados Unidos como la Unión Soviética habían enviado naves no tripuladas a Marte-, estaba construida como tres franjas horizontales: la inferior, la más alta, era una versión plástica -fuerte por lo matérico- de las rugosidades de la corteza terrestre; la del medio era obscura y de materia más ligera -un hondo y sombrío cielo más allá de la atmósfera-, y la superior sugería, por sus oquedades en la materia, los cráteres lunares. Materia y color -los aborrascados grises superior e inferior y el azul casi negro del cielo intermedio- imponían una sensación de algo tan solemne y grandioso como desolado y extraño.
Esta es otra línea en que Tejada no persistió, y creo que ello fue una lástima para la pintura ecuatoriana contemporánea. Pocas creaciones del arte ecuatoriano de la década de los setenta tuvieron tanta fuerza, traspasada de un lirismo extraño y desolado, como estas obras de Tejada en que lo matérico se convertía en signo de lo contemporáneo, desde los horrores de la tortura y destrucción del ser humano hasta la nueva manera de aventura para este hombre de finales de siglo para el cual la tierra ya no tenía sitios inexplorados, a la vez que se le abrían los ilimitados y tentadores a la vez que sobrecogedores espacios exteriores, más allá de nuestra acogedora atmósfera.
LA DECADA DE LOS OCHENTA
En la década de los ochenta, el artista, entregado cada vez más a solo a pintar, lleva adelante, desde una admirable madurez de oficio y variado y rico repertorio de formas, algunas de sus líneas anteriores de creación. Ahora con nueva libertad.
Eso son algunas nuevas versiones del tan entrañable material de los bienes populares. Así un gran óleo de igual asunto y título que fecha en 1989. Siéntese la libertad en el bullir cromático y de formas, en la tensión forma-color y en el movimiento. Como que los ya familiares jinetes en caballos blancos, aves exóticas y flores fastuosas girasen, desde sus espacios de tierras quemados y azules obscuros, hacia un centro ocre de extraña luminosidad. De territorios de folclor ergológico esta pintura ha dado un salto de estupenda libertad a lo mágico.
Sin perder el piso firme de lo folclórico -que para el artista era un piso hondamente enraizado en tierras ricas y sabias de sabidurías ancestrales- se aventuraba por nuevos espacios de mito y magia.
En 1983 titula una obra “Escena mística”. En ella, una constante de esta hora, las figuras flotan sobre fondos blancos agrisados. Y la clave del sentido eran esas figuras. Apenas tenían color, pero el que tenían era rico de valores simbólicos. Las aplicaciones matéricas se han hecho rápidas, pero fuertes. Todo, dibujo, cromática y composición, se trabajaba al servicio de esas formas cargadas de valores simbólicos y sígnicos. Unas provenían del folclor festivo y del mágico, otras eran esas aves de la peculiar y extraña zoología del artista y arriba, presididiéndolo todo estaba un sol-cometa o sol-globo. El folclor seguía nutriendo, aunque cada vez más obscuramente, esa expresión que buscaba abrir espacios al sentido.
LAS FIGURAS
A las figuras se iba a confiar cada vez más lo más directo y explícito del sentido. El artista siente el peso que esas figuras cobraban en su expresión y lo dice en el título mismo que da a algunas telas. “Figuras en amarillo” -hacia finales de le década- dibujaba sobre fondo de amarillos cálidos figuras antropomorfas y zoomorfas con la sabia elementalidad de las de Miró, con la ironía del grafito y con especial y muy personal carga de magia y extrañeza. Los humanos desnudos, dos mujeres en actitudes lúdicas y un varón semiyacente, al parecer aureolado, y al centro, únicas figuras con azules, las aves de zancas largas y picos largos y agudos cuidando el tasín con huevos, que, subrayado y rodeado por haces de trazos, se convierte en el centro de la escena, orientando la lectura en un sentido de fecundidad, dentro de conjunto de rica polisemia.
No menos individualizadas, destacadas por el dibujo e intensificadas por el color la figuras de “Elementos Indo Americanos”. Otra vez, al igual que en etapas anteriores, la tela pintada por el artista sobre soporte de especial textura como adherida a una superficie obscura algo mayor. El cuadro dentro del cuadro; el cuadro rico de sentido sobre el que no pasa de ser fondo monocromático vacío y silencioso. Y la superficie pintada, con sutil gama de bermellones, ocres y amarillos ligeramente agrisados y amenazada por pequeños bloques irrumpentes verdinegros en sus ángulos superior izquierdo e inferior derecho, acoge esas figuras que el artista ha definido como “elementos indoamericanos”. Elementos, como lo son las palabras en un texto o los geroglíficos en una inscripción -que no son sino otras tantas palabras y otro texto-; elementos indoamericanos; es decir, de la cultura mestiza de esta América nuestra. Y elementos rescatados de ese fondo en que secularmente se han ido almacenando, que es el folclor. El lenguaje son signos y su organización. Estos elementos-signos de la obra no se sitúan en el espacio al azar: la composición los organiza en torno a un centro, que es un sol, pero un sol como los del folclor, con sus rayos como potencias y sus adornos fiesteros. Por el color ese sol es el centro hacia el cual apunta todo; pero ese ir hacia el centro lo hace el dibujo. Y es un ir dinámico, bullente, nada geométrico.
Y en una pieza que titula “Seres míticos” tienta un repertorio de figuras. Sin especial composición, en una larga cenefa -150 por 30 centímetros-, sitúa en sucesión esas figuras. Es significativo el predominio de la aves: diez contra solo tres figuras antropomorfas, una de ellas tremendamente ambigua. Aves de gestos humanoides, una con corona, otra con ostentoso penacho y una tercera coronada por los cuernos de la luna. ¿De dónde y con qué sentidos esta fascinación de Tejada por las aves? Y por esa ave gallarda, de pico fino y cuello y patas largas. Porque esta ave mítica de la mitología de Tejada no es el cóndor dominador de los espacios ni el diminuto y tornasolado picaflor o quinde, ni los pájaros de la noche, ni los acuáticos, ni los cantores -todos con importante lugar en el folclor ecuatoriano-. Acaso el curiquingue de la mitología salasaca. Los folcloristas tienen como territorio vedado, por inseguro, subjetivo y caprichoso, el del arte contemporáneo. Si no, podrían haber especulado sobre estas aves míticas de un artista que salió de su disciplina y trabajos para lanzarse a estas inmersiones en lo más maravilloso del folclor. Y a su vez, los críticos de arte miran con recelo tratar de atribuir sentidos a figuras que parecen ofrecerse más bien como fantasiosas y lúdicas, sencillamente estéticas. Pero lo estético en modo alguno se contrapone a lo sígnico. Y la expresión de Tejada en esta hora es esencialmente sígnica, y las claves para sus juegos semánticos han de buscarse -el lector de este ensayo sabe de sobra por qué- en el folclor.
Otra tela se tituló “Aves míticas” y pintó dos de esas aves, al parecer macho y hembra; el macho, grande, erguido, coronado de roja cresta, con predominio de bermellones en su largo cuerpo; la hembra casi yacente sobre el nido, pintado el cuerpo con breves pero enérgicas imprimaciones de azul. Y las dos aves contra rico fondo informalista resuelto como dos bloques verticales obscuros que dejaban abierto un espacio de claridad rosa contra el que se levantaban unas obscuras formas geométricas. La figura del ave que dominaba el espacio tenía la grandeza de lo mítico.
Menor grandeza, menor hieratismo pero más riqueza cromática y rítmica tuvo una obra en que se puso en relación la pareja de aves míticas con otra figura mítica del folclor, el toro (“El toro y el ave”, 1990). El toro, una cabeza sobre una bola roja, fue máscara humanoide; las dos aves, con otras aves menores en el fondo, simplemente aves. Y esos seres míticos se alzaban sobre un fondo obscuro de pequeñas y amontonadas casas rurales. El juego simbólico se completaba con tensiones entre rojos y azules -rojos y azules muy propios del artista-, que, obra tras obra, seguían cargándose de dimensión semántica.
En otras obras de este mismo tramo de su trayectoria que privilegian la figura, a veces desde el título, esa figura es exclusivamente humana. “Figuras en escena” -de 1989- convoca a esa “escena” humanos en variadas formas de relación que van de lo banal a un erotismo ambiguo. Figuras desdibujadas, elementalísimas, que deben su expresión a un trazo que sugiere actitud o gesto. Las figuras en ocres o leves carmines, destacados contra un entorno en azules o tierras. Aquí las figuras eran signos de lo humano; del vivir y actuar humano en el estrecho y cerrado teatro del mundo.
El desdibujo de la figura humana en Tejada ha llegado a ser inconfundible. Con él multiplica motivos y composiciones que van de lo abigarrado a lo que por su simplicidad sugería ilustración o cartel.
Fue el caso de una de las tres obras suyas incorporada a la muestra “Ecuador, pintura contemporánea”, exhibida en Viena, en el Palacio del Fondo de la OPEP por el Desarrollo, y en la Galería de Arte de los Países No-alineados “Josip Broz Tito”, en Titograd, Yugoslavia, en 1985. “Homenaje a la madre” dividía la pequeña madera -era un óleo sobre madera- en cuatro partes iguales y en cada una de ellas dibujaba, con su línea fuerte, simple y expresiva, una figura femenina en actitudes que trasmitían serenidad, amor a la paz, gusto por el arte y alegría de vivir. En cada caso otras pequeñas figuras completaban el mensaje: la segunda mujer tenía una paloma en su mano alzada; la tercera tocaba un instrumento de cuerdas, acompañada por una de las aves del artista y presidida por la luna, y la última ensayaba un paso de danza, rodeada de flores. El clima espiritual se había logrado por unos azules y violetas de gran transparencia y en las mujeres dominaba el blanco.
LA SEDUCCION DE LA MAGIA
Tejada, en sus incursiones pictóricas por el mundo del folclor, buscando, en los mejores casos -en los más inspirados, diríamos, si esa noción de “inspiración”, tan vacilante en las concepciones contemporáneas de literatura y arte, no hubiese sido rechazada siempre por nuestro artista-, ahondar en la substancia de lo folclórico y hacer resonar sus notas más vibrantes, había rozado lo mágico y hasta instalado algunas de su ceremonias visuales en espacios abiertos a magia y encantamiento -cabe recordar sus brujos y algunas de sus fiestas.
Pero en algunas telas del paso de finales de los ochenta a los noventa lo hallamos instalado en plena magia, buscando formas visuales para lo mágico. Pienso en dos especialmente significativas de esta intención y dimensión: “Mujer aborigen” y “Luna verde”. En ambas relaciona lo mágico con el hombre, con el indio, que para Tejada era el habitante de nuestro país que más en contacto con lo mágico se había mantenido. Y en ambas está la luna y las enigmáticas aves de Tejada.
La “mujer aborigen” está sentada contra un fondo de ocres obscurecidos en la parte inferior, luminosos en lo alto. Tejada, en una entrevista, destacó lo mágico de tonalidades e iluminación del espacio que rodea a esa figura. En ese clima de cálida e iluminada espiritualidad, la mujer se ofrece inmersa en bullente conjunto de medias lunas, aves y unos enigmáticos trazos lineales, que parecerían sugerir relaciones. Tres de las cuatro lunas en cuarto creciente inscriben rostros humanos; dos aparecen envueltas en esos trazos filiformes. Un ave a la izquierda, de figura casi tan destacada como la mujer, parecería haber cantado: la actitud de la mujer es de escucha. Es una magia de naturaleza -el ave y su canto- y de presencias ancestrales -los rostros en las lunas-; de vinculación con el todo en el pasado y el presente -los trazos filiformes que sugieren esas extrañas y sutiles ataduras.
En “Luna verde” el significante de lo mágico es, precisamente, esa gran luna de un verde a la vez profundo y luminoso, que domina el cuadro desde su borde superior -que corta a la luna aquella-. Y se complementa lo mágico, una vez más, con una de esas zanquilargas fantasiosas aves de Tejada, esta de copete y cabeza roja, de tan fuerte contraste con el verde lunar. Pero en esta versión de lo mágico, al contrario de “Mujer aborigen” y otras obras, el humano, los humanos – son una pareja- se ofrecen abrumados por el peso de esa luna, que parecería caer sobre ellos, aplastarlos. Esas dos figuras entroncan con las patéticas que pintó el indigenismo en los años cuarenta. Viven un tenso drama; pero aquí ese drama no es social: es cósmico. Es mágico.
Por estos mismos años, en 1988 -”Mujer aborigen” es de 1989 y “Luna verde”, de 1990- el artista dedica una obra a un momento de la historia de Jesús: “Jesús y los apóstoles”. Sume la escena en esa atmósfera cálida de ocres que, según nos lo confió, creaba una espacio para lo mágico. Pero aquí la enriquece con significativos rojos. De lado y lado cenefa de figuras indias -los apóstoles- y al centro, con aire de pantocrator bizantino, en nicho que forma una aureola en torno a la cabeza, un Jesús orante. Un espectador cristiano se sentirá ante lo sacro y, acaso, lo místico; el indígena se sumergirá en eso mágico que en su sincretismo fundió con lo sacro católico. La obra del artista -de incitante belleza y sentido espiritual- se abre a las dos lecturas y seguramente a otras, en uso de esos privilegios significativos del arte.
DE LAS TENSIONES VISUALES A MITO Y FABULA
El Tejada de las búsquedas -no el que beneficiaba hallazgos- se movía en esta hora entre dos extremos plásticos para los mundos que creaba: de una materia adelgazada, sutilizada, color difuminado de parca aplicación, un dibujo nervioso y composición libre y rítmica, el uno; y el otro muy matérico, llegando hasta encolados recios y bastos, con aplicaciones cromáticas fuertes, dibujo de contornos marcados y una composición de especial solidez constructiva.
El extremo de lo adelgazado y sutil le servía para sus sondeos en lo mágico de lo indio y mestizo; el matérico, fuerte y constructivo, para abordar la cara dura de la realidad.
Al voltear la década de los ochenta y entrar en la de los noventa hallamos obras del uno y del otro extremo, reveladoras de sus posibilidades expresivas y calidades estéticas.
En 1990 pinta el óleo “Dos niñas” que se inscribía holgadamente en la primera manera: materia adelgazada, color sutil; color que ha llegado al cuadro como ráfagoas transversales -de verdes, rosas, azules-: las dos figuras sedentes como levitantes, dentro de ese clima de ráfagas cromáticas. Las niñas aquellas no están en ceremonia mágica alguna: su actividad, o juego o diálogo, interrumpidos por la irrupción del ojo del pintor, en sí nada tenía de mágico. Pero la pintura ha transfigurado la escena; la ha sacado de la realidad vulgar, terrestre, a una dimensión nueva. a una superrealidad.
Y el mismo 1990 “Retablo étnico” caía en el otro extremo; no especialmente por lo matérico o la manera de aplicar el color, pero sí por la composición. Las figuras indígenas -cabezas, apenas cuerpos- se habían geometrizado violentamente: o se inscribían en cuadrículas o ellas mismas eran bloques cuadriláteros, todo muy delineado y contrastado. El color, salvo unas pocas superficies iluminadas -de rosa, verde y ocre; una esfera blanca– era sombrío y dejaba la sensación de sucio, sobre todo en las partes más obscuras. Este “retablo” no tenía nada de la fastuosidad de los retablos barrocos quiteños, nada de sus ritmos. Era duro y apenas construido. Pero lucía una obscura nobleza,y dejaba una impresión de solidez, de consistencia capaz de todas las resistencias.
Especialmente sugestivo es hallar, en este mismo momento de la trayectoria del artista, obras en que se hacía la síntesis de los dos extremos. “Sueño de un viaje esperado” lucía formas sólidas, de fuerte delineado y con rico empaste, pero la composición elevaba esas formas a uno y otro lado hacia lo alto con especial ritmo. Solo una forma se quedaba al pie, inerte. Y el color, en lucha con lo sombrio del fondo parecía querer estallar en líricos verdes, rojos y azules. La lectura de la obra era incitante y más bien fácil: la forma sólida del pie era el que soñaba, sumido en la realidad dura del marginado y abatido; lo otro, lo bullente, lo rítmico, lo lírico eran ese sueño. La síntesis de los extremos había logrado una expresión visual a la vez dura en la denuncia y poética, acaso mágica, en el sueño.
LA SEDUCCION CHAGALLIANA
Tejada presenta en 1991 una retrospectiva ampliamente dominada por obras de los últimos dos o tres años. En ella lo más nuevo y lo más rico y penetrante nos traía a la memoria la última de esas tres seducciones contemporáneas a que se había referido en texto ya citado: a más de Miró y Klee, Chagall.
Marc Chagall, nacido en Vitebsk, Rusia, en el seno de familia judía pobre, en 1889, tras frustrante experiencia académica, había llegado en 1907 a la Escuela experimental de Bakst, donde había renovado caprichosamente su paleta y descubierto el valor expresivo del color -así su “Desnudo rojo”, de ese mismo año-. Llegado a París, en 1910, se había aprovechado de las poéticas de cubismo y fauvismo, pero para su mundo, que, partiendo de evocaciones de lo real -lo mismo la ruralidad de su infancia que un París que deslumbraba al joven provinciano- rompía limitaciones de simple realidad para abrise a nuevos ámbitos, con expresión naive y fantasiosa. Así su “Yo y la aldea” o “A Rusia, a los asnos y a los otros”, telas ambas de 1911. André Breton, recordando estas obras, pondría a Chagalla entre los precursores del superrealismo, destacando que había derribado las barreras de los elementos y las leyes físicas.
La sostenida y riquísima trayectoria de Chagall, como pintor, grabador, dibujante, autor de decorados teatrales famosos y muralista había estado marcada por la frescura casi ingenua de su paleta -los brillantes primarios, azul, rojo y amarillo, de los murales que pintó para la Metropolitan Opera del Lincoln Center de Nueva York- y por mantener vivo, como reserva última de su expresión, el fantasioso repertorio de cuentos folclóricos rusos y tradiciones judías, que habían nutrido su enorme poder de fabulación visual.
Y eso era lo que había deslumbrado a Tejada, que se sentía vecino de una poética así: lo que hacía del arte de Chagall algo tan poético y mágico, tan libre y rico imaginativamente, era el folclor, que había nutrido de cuento y fábula su infancia; poesía y magia, libertad y riqueza imaginativa del mundo de Tejada se debían también -lo sabemos- al folclor, que, cabe pensarlo, venía obscuramente desde los días de la infancia latacungueña, pero de modo más fervoroso y lúcido de su larga y apasionada experiencia de folclorista.
Ello es que en esa muestra Tejada ponía a levitar en cielos chagallianos ángeles que, siendo americanos mestizos o indios, se ofrecían como primos lejanos de los del gran artista ruso-judío.
Nada en ello de influjo mimético: había, más bien, decisión cultural lúcida de aproximar dos mundos, nutridos ambos en raíces populares y con parecida voluntad de alojar en realizaciones ilustres de pintura esas formas primitivas, esas fabulaciones del folclor poético local y miedos y sueños de lo religioso popular lindante con conseja y magia.
CUANDO LOS QUINIENTOS AÑOS
En 1992, el quinto centenario de lo que hasta entonces se había venido llamando el “descubrimiento” de América, con grosero modo europeocentrista de ver las cosas, provocó una ola de reflexión que, desnudadora de prejuicios y recuperadora de lo original y propio, como sacudida eléctrica recorrió todo el continente, Tejada se unió al gran movimiento con su pintura.
Otros pusimos el énfasis en el mestizaje: en esa nueva realidad racial y cultural que había comenzado a gestarse hacía esos quinientos años y a la que debíamos los americanos de hoy lo que somos, eso que ya Bolívar, en uno de sus geniales atisbos, saludó como lo que no era ya ni indio ni europeo, sino algo nuevo, distinto de lo uno y lo otro, aunque nutrido de lo uno y lo otro. Tejada, por más que tan hondamente había calado en lo mestizo ecuatoriano y americano, centró su discurso visual en lo indio.
Comenzó por bucear en las ricas culturas borígenes anteriores a esos quinientos años, desde Valdivia y Chorrera, tan ricas en arte de penetrantes valores sígnicos. Estaba bien equipado para tales incursiones: de 1960 a 1969 había sido miembro de la Sociedad Ecuatoriana de Arqueología.
En 1993 realiza “Cultura Chorrera”. Es el paso de los trazos de ricos y sinuosos contornos de las figuras folclóricas a formas casi geométricas, muy estilizadas de objetos ceremoniales y ornamentales de esa riquísima cultura costeña, entre las cuales se reconocía una de esas estatuillas chorrera de mujeres de cintura grácil, anchas caderas y sensuales muslos. Obras así señalaron la dirección de estos nuevos empeños de búsquedas formales y de sentido: lo hierático de un arte primitivo nutriendo una expresión contemporánea.
Era aquella una soberbia cantera de formas -que Tejada benefició en “Cultura Chorrera” con fastuosa cromática en rico claroscuro-, pero acaso sintió que por ese camino de algún modo regresaba a emparejarse con la poética y retórica del Precolombinismo. Su aporte a lo indio había sido original y especialmente rico y hondo partiendo del folclor, que era camino para calar hasta la entraña misma del mundo indígena. Trabajó, pues, poco con estos materiales arqueológicos.
Su reflexión visual en torno a los quinientos años se volcó hacia otra problemática, de actualidad más aguda.
En 1995 “Identidad” amontonó rostros -en casos casi máscaras- en compleja composición de elementos arquitectónicos y formas geometrizadas para decir el desconcierto de unas identidades ahogadas en una realidad confusa y alienante. Los rostros indígenas eran lo más significativo: iteraban expresiones dolorosamente asombradas. Era una nueva versión, con calidades muralísticas, de ese grave e intenso “Retablo étnico” que había pintado cinco años antes.
Pero Tejada siempre sostuvo -en su pintura, donde estuvo lo más importante del mensaje que quiso dar a los ecuatorianos de su tiempo- que en el indio no todo era abyección, resignación, encogimiento inerte. Con especial satisfacción habrá asistido en la década que la celebración de los quinientos años había inaugurado al surgimiento de poderosos movimientos indios reivindicatorios de su cultura y exigentes de espacios en una sociedad que por tan largo tiempo los había marginado de sus decisiones, logros y conquistas.
Pinta entonces obras como “Indoamérica”-1995- que dan expresión icónica a ese nuevo espíritu con que el indio ecuatoriano irrumpía en la vida pública ecuatoriana. Dos de las tres figuras que escoltan a la central tienen aún rostros que no acaban de salir de resignación y tristeza, pero los otros dos insinúan ya una nueva esperanza. Y la figura central luce actitud altiva y jubilosa, con sus brazos alzados como para celebrar, proclamar o incitar. Ese personaje tiene vestido talar blanco y detrás de sí el libro abierto -lo que la conquista trajo- junto a un códice con una de esas formas tan ricas de sentidos que las culturas indias cifraron en sellos y objetos sacros u ornamentales.
EL ARTE EN ESE FINAL DE SIGLO
En la última década del siglo Leonardo Tejada, casi nonagenario, se mantiene como testigo inconmovible y lúcido de esos valores que había proclamado, defendido y promovido por todos los medios a su alcance -la cátedra; la investigación; las conferencias, las comunicaciones y ponencias en congresos y seminarios nacionales e internacionales; el coloquio y la charla, y su pintura; su pintura sobre todo.
“En épocas críticas -escribió Ortega y Gasset. el más penetrante y luminoso anunciador de las generaciones en la cultura hispánica- puede una generación condenarse a histórica esterilidad por no haber tenido el valor de licenciar las palabras recibidas, los credos agónicos, y hacer en su lugar la enérgica afirmación de sus sus propios, nuevos sentimientos”.[45] La generación de Tejada no fue estéril y tuvo esas valentías a que se refirió el pensador español. Pero la hora de la vigencia de su visión del mundo, inaugurada en la década del treinta al cuarenta con su afirmación, no solo enérgica -como pedía Ortega-, sino radical y apasionada, había pasado, y el papel que les estaba reservado a los sobrevivientes, al trasmontar el límite de los setenta y cinco años era el de testigos de esos valores que en su hora habían dado un giro de timón firme, en la buena dirección histórica, a la sensibilidad ecuatoriana. Tejada vigoroso innonavor en esos años de la irrupción generacional y constante constructor del nuevo espíritu nacional por largas décadas, asumía ahora el papel de testigo y maestro -maestro como siempre lo fue: para él todo fue, siempre, cátedra-. Periodistas jóvenes acuden a él, grabadora en mano para recoger el testimonio. La remebranza histórica de la ya lejana gesta transformadora de nuestra literatura y nuestro arte, y la visión de esos innovadores sobre la deriva del mundo en ese turbio final de siglo hacia una “postmodernidad” que parecería que nadie sabía a punto fijo de qué mismo se trataba.
En 1992 entrevista un periodista al pintor, y él, frente a la situación finisecular, se muestra preocupado por lo que veía en su entorno, a la vez que firme en su postura. Lo que más le preocupa es lo que sucede en el mundo del arte:
Mi gran preocupación frente a lo que está ocurriendo con el arte en el país es que el arte se está volviendo una empresa peligrosa, con esto del mercado abierto. El arte de vanguardia ahora se menosprecia a causa del mercado, que va convirtiendo al artista en un burgués de la cultura. Y es ese artista élite quien produce obras repetitivas y alcanza el éxito económico, cosa que nada tiene que ver con el verdadero sentido del arte[46]
El arte para Tejada siempre tuvo, a más de sus posibilidades como objeto de mercado -legítimas cuando no se prostituía-, y su función, una alta misión. Debía orientar, iluminar, denunciar. El artista -siempre lo sostuvo- no podía ser el simple artesano hábil que multiplicaba cosas bellas y fácilmente vendibles: era un intelectual. Solo que la palabra con que decía sus ideas era visual. No era un propagandista, aunque en muchas horas decisivas -en nuestra América, desde la irrupción del muralismo mexicano- muchas de sus grandes creaciones funcionasen como poderosos carteles.
Esta concepciones claves nutren algunas de las obras de la última década del siglo, que sería también -salvo una breve y ya limitada incursión en el siglo XXI- la última de Tejada.
En junio del 2000 se abrió en la Casa de la Cultura una retrospectiva del artista. Con aquella oportunidad, Manuel Pesantes, embajador del Ecuador en Canadá, escribió un texto titulaaaado “Leonardo Tejada: el hombre, el artista y el maestro”.. Escribió allí: “La obra de Tejada, en consecuencia, es como la honda de David que defiende lo profundamente nuestro de lo superficial y lo extranjerizante”. Fue aquello certero. Esa era una de estas que hemos llamado “claves” de su mensaje; seguramente la más constante y que con mayor fueza nutría lo mismo sus empresas culturales que sus textos y su arte. La presencia larga, sostenida y siempre afirmada con nueva fuerza de esta idea-fuerza en el nervio de sus pinturas explica que Tejada, apretado con nuevas urgencias a defender lo propio frente a olas globalizadoras, extranjerizantes y de tantas maneras alienadas, no necesitase cambiar su expresión visual en esta última década del siglo -y en gran parte de su creación-: ella se había nutrido de raíces cada vez más hundidas en la propia tierra patria y había florecido en transmutaciones a un lenguaje icónico universal de lo más auténtico de nuestra cultura mestiza.
Pero ahora forja nuevos signos para la denuncia de las amenazas desnaturalizadoras. Uno es el mosaico. En 1991 pinta “Vivencias mosaico”. El espacio ha sido partido en tres hileras de cuadrículas, con ocho cada fila. Y en cada cuadrado, ligeramente manchado de un color cada uno, dibujó un motivo, con dibujo de nerviosos trazos que fijaba, a modo de geroglífico, unos personajes, con sus actitudes y gestos casi todos dramáticos. El signo básico del mosaico sugería lectuiras de incomunicación: esas visiones de lo humano estaban encerradas cada una en su celdilla, sin aperturas ni posibilidades de encuentro o diálogo.
Volvió varias veces a la matriz composicional del mosaico, y él, que siempre rehuyó lo simplista y estereotipado, trabajó “mosaicos” en los que lo que se perdía de fuerza de denuncia se cobraba en riqueza de humanidad. Pintó entonces “mosaicos” de tanta intensidad humana como un “Mosaico popular” de 1995 en que el mosaico urbano, con cuarteles de cálidos en contraste con otros de azules agrisados, recogía vida popular que en algún caso rompía las fronteras geométricas por la música o el baile y, en los paneles superiores, se lanzaba hacia lo alto con el vuelo de lo mágico. Era la vida del barrio que, festiva y libre, rompía los compartimentos estancos, En el pueblo estaba, para este artista que nunca había cortado sus vínculos con lo popular, lo que salvaría a la sociedad de todas las amenazantes esclavitudes contemporáneas.
Y también la tela “Identidad” , de que ya hemos hecho mención, se las había con los encasillamientos rígidos e incomunicantes que imponían fuerzas manipuladoras. Allí era una suerte de profunda y obscura armonía la que hacía de esos rostros o figuras indígenas, unos inscritos en celdillas geométricas, otros aislados por rígidos trazos, conjunto presidido -cromática y compositivamente- por signos unificadores.
[1] Ante los hechos. Fragmentos de historia, Quito, Talleres Tipográficos Nacionales, MCMXXVII, p. 7
[2] La Junta Suprema Militar al pueblo de Quito, 21 de julio de 1925. Comunicado firmado por el Teniente Coronel Luis T. Paz y Miño y los vocales.
[3] Ante los hechos, ob. cit., p. 23
[4] Germania Paz y Miño, Apuntes sobre el arte mexicano, Quito, Publicaciones del Museo Unico y Archivo Nacional de Historia, 1938, pp. 24-25. (Conferencia dictada en el Museo Nacional, el 27 de mayo de 1938). Dos años antes Antonio Bellolio había escrito también sobre Rivera: México, el pintor mexicano Diego Rivera, Quito, Editorial Gutenberg, 1936
[5] Eduardo Kingman Riofrío, Arte de una generación, Loja, Editorial Universitaria, s.a. (1973), p. 13. (Conferencia dictada en la Universidad de Loja el 15 de noviembre de 1972)
[6] Leopoldo Chávez, “Discurso del Ministro de Previsión Social en la inauguración de las labores del Instituto Indigenista del Ecuador”, Previsión Social, N. 1, Quito, septiembre-diciembre 1943, p. 17
[7] Luis Monsalve Pozo, El indio cuestiones de su vida y su pasión, Cuenca, Austral, 1943, pp. 304-305
[8] Antonio Santiana, “Pasado y presente del indio ecuatoriano”, Filosofía y Letras, Año I, n. 1, Quito, enero-marzo 1948, pp. 85-86. De este pasaje ha escrito, con razón, María del Carmen Carrión “que bien ssirve para describir las representaciones pictóricas de Diógenes Paredes”: María del Carmen Carrión, “Estigma y nacionalismo. Imágenes del indígena en la pintura de Diógenes Paredes”, en Diógenes Paredes, Quito, Banco Central del Ecuador, 2003, p. 42
[9] César Andrde Faini, Miseria social, Quito, 1937. Citamos por la segunda edición: Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 1980, p. 27
[10] Como Gonzalo Rubio Orbe, autor de Nuestros indios, Quito, Imprenta de la Universidad, 1947
[11] Eduardo Kingman, Arte de una generación, ob. cit., pp. 17-18
[12] “Vida artística y literaria”, Revista Sindicato de Escritores y Artistas, N. 2, Quito, julio-agosto 1938, p. 12
[13] Eduardo Kingman, ob. cit., p. 15
[14] José Alfredo Llerena – Alfredo Chaves, La pintura ecuatoriana del siglo XX y Primer Registro de Artes Plásticas en el Ecuador, Quito, Imp. de la Universidad, 1942, p. 41
[15] Llerena-Chaves, ob. cit. p. 42
[16] El Comercio, Quito, 26 de mayo 1940
[17] Kingman, ob. cit., pp. 20-21
[18] Continentes, Quito, N. 3, 1 de enero 1944
[19] Nuestra España, homenaje de los poetas y artistas ecuatorianos, Quito, Talleres Gráficos Romero, 1938.
[20] Los tres grabados aquí comentados están muy bien reproducidos en el catálogo de esa muestra: Gente del Ecuador. Kingman – Tejada – Galecio. Xilografías 1930-1950, Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión, 1998
[21] Lo escribió José Alfredo Llerena. Lerena – Chaves, ob. cit., p. 42
[22] José Alfredo Llerena y Alfredo Chávez, “Leonardo Tejada”, Continente,N. 4, Quito, enero 1 de 1944. La revista reprodujo lo escrito por Llerena en el libro citado en la nota anterior.
[23] En Trece años de cultura nacional. Ensayos. Agosto 1944-1957, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1957, p. 229
[24] Artículo citado en Trece años, ob. cit., p. 229
[25] Artículo citado en Trece años, ob. cit. p. 231
[26] El artículo de Humberto Vacas Gómez apareció en Letras del Ecuador, N. 4, junio 1945. Se lo reprodujo en Trece años, ob. cit.
[27] El artículo de Guerrero apareció en Letras del Ecuador, la Revista de la Casa de la Cultura, N. 14. Se reprodujo en Trece años, ob. cit.
[28] Según Tobar Donoso, de “estar con la cuenta”, que es “cuidar temporal y periódicamente del ganado o de una parte de él”: Julio Tobar Donoso, El lenguaje rural en la Región Interandina del Ecuador , Quito, Publicaciones de la Academia Ecuatoriana, Editorial “La Unión Católica”, 1961, sub voce “cuenta”.
[29] Lilo Linke, “Leonardo Tejada y la Pintura a la Acuarela”, Letras del Ecuador, 1945
[30] José Gabriel Navarro, Artes plásticas ecuatorianas, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, pp. 247-248
[31] Octavio R. Costa, “Instantáneas”, La Opinión, Los Angeles, California, 19 octubre 1966
[32] Véase Registro Oficial, Quito, 29 de enero de 1952
[33] Reseñó el acto El Comercio, Quito, 7 de marzo de 1961
[34] Marcelino de Castellví, “Organización de encuestas aplicadas al acopio metódico de materiales para lingüística, la etnografía, y el folklore o demosofía del Ecuador”, Boletín de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, Quito, Vol. 16, Ns. 46-49 (julio-diciembre 1937), pp. 62-66
[35] Leonardo Tejada, “El arte popular en el Ecuador”, en Trece años, ob. cit., p. 197
[36] Citamos el discurso como se lo reprodujo en Trece años. No parece una versión confiable, porque el gran orador, aunque a veces caótico en las ideas, era pulcro manejador del idioma.
[37] Trece años, ob. cit., p. 203
[38] Leonardo Tejada, “El arte popular en el Ecuador”, en Trece años, ob. cit. pp. 197-198
[39] Justino Cornejo, “Estudios folklóricos ecuatorianos”, El Telégrafo, Guayaquil, 20 septiembre 1962
[40] Paulo de Carvalho Neto, Foklore de Licán y Sicalpa. Contribución, Quito, Instituto Ecuatoriano de Folklore, 1962, 67 pp. con ilustraciones
[41] Paulo de Carvalho Neto, “Introducción”, en Arte popular del Ecuador, Quito, Alianza para el progreso, 1965, pp. VI-VII
[42] Juan Hadatty Saltos, “Leonardo Tejada: artista integral”, El Telégrafo, Guayaquil, 6 de enero de 1991
[43] Paula Tejada, El surrealismo plasmado en las obras de Leonardo Tejada. Monografía, Liceo Internacional, Quito, 1997-1998, pp. 1-2. Ejemplar mecanografíado, cedido gentilmente por el padre de la autora, Sr. Pablo Tejada
[44] El Comercio, Quito, 2 de junio de 1993
[45] José Ortega y Gasset, “Vieja y nueva política”, Obras completas, Madrid, Revista de Occidente, I, p. 270
[46] Hoy, Quito, 22 de abril 1992