Estuardo Maldonado, escultor seducido por el espacio

Discurso de la presentación de la muestra retrospectiva del artista

Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 15 de agosto de 1996

Por Hernán Rodríguez Castelo

Alangasí, 14 de agosto de 1996

 

Cuando Benjamín Carrión, cuyas cálidas palabras parecen resonar aún en esta, su Casa, dijo el discurso en el acto de donación a la patria de una colección de arte constructivo reunida por Estuardo Maldonado, se ufanó de su don profético.  “Vi -dijo- los primeros balbuceos, escultóricos principalmente, de Estuardo Maldonado”.  Aquello había salido una y otra vez cuando hablábamos de Maldonado, a quien él y yo admirábamos cada vez más como una de las sólidas, de las más universales realizaciones del arte ecuatoriano contemporáneo.  Siempre recordaba al jovencito serrano tímido que exponía unos barros en Guayaquil, y Carrión lo invitó a exponer en la Casa de la Cultura, en Quito.

Algunas de las terracotas sobre las que hizo pie Carrión para tan alta y segura confianza están aquí, como un primer hito de este largo y espléndido camino de exactamente cuarenta años -fue aquella exposición guayaquileña en 1956-.  Son sencillas, son figurativas, parecen balbuceantes.  ¿Cómo pensar que desde ellas se llegaría a todo esto que se despliega ante nosotros, tan aplastante en sus poderes como arte escultórico y arte escultórico de avanzada?

Puestos a mirar las cosas por debajo de su epidermis hallaremos acaso notas comunes entre esas tempranas terracotas del joven pinteño hacía poco egresado de la Escuela de Bellas Artes de Guayaquil y este sostenido y exigente despliege del maestro.  La presencia, por ejemplo, del símbolo.  La obra “Manco Capac-Mama Ocllo” reúne en el simbolismo elemental de su forma fálica la doble faz de los masculino y lo femenino.  Y hay piezas en cuya superficie se han incidido signos.

Pero lo más importante que ese puñado de obras -que pudieran decirse la prehistoria de nuestro escultor- nos recuerda es que en el principio fue el escultor.  A poco de aquella primera muestra, el joven artista de Píntag viajó a Italia, a estudiar principalmente escultura.

La Academia italiana de los sesentas era académica -esto aunque lo parezca, ni es tautológico ni ha de tenérselo por irremediable: simplemente que lo era-, y apenas podía dar más que dibujo y técnicas a un artista en cuyo interior fermentaban lo mismo seducciones de sus raíces lejanas que desasosiegos ante las novedades de un arte europeo impaciente por rehacer una cultura cruelmente purgada por la más salvaje de las guerras, aún turbada por el horror de los crematorios nazis, tensa ante las insidias de la guerra fría, siempre amenazada por el horror atómico y sin más que fragmentos para reconstruir el no hace mucho soberbio edificio común.

En Italia la inquietud contemporánea en arte, sostenida aún por las sabias raíces cubistas, pero de crecimiento desmelenado y violento, había sido el futurismo.  Y hay una obra de este tiempo que nos sugiere que tras el Futurismo el joven americano aventuró sus primeras innovaciones formales: “El toro y el cóndor” (1960) fue un verdadero homenaje a Boccioni, el futurista.  Y, cosa para nuestro propósito de esta noche en extremo sugestiva, se realizó como pintura y como escultura.

Los sondeos en las raíces eran más humildes, obscuros y quietos.  Proveyeron al americano de elementos -signos, ideogramas- que alojó en matrices constructivistas, trabajando en encausto y oro.  Fue el “precolombinismo” de Maldonado.

Por esos mismos años -60 al 64-, en una sociedad que aún sentía los efectos de la gran guerra, surgieron formas de arte que instalaban su tarea creadora en el corazón mismo de la pobreza.  Una fue el arte del reciclaje, que Maldonado conoció a través de Etore Ecola.  El ecuatoriano, que había vivido su infancia en estrecho contacto con los quehaceres campesinos, allá, en las desoladas tierras altas del Píntag natal, se da a armar esculturas soldando hoces, picos, bailejos, algún yunque.  Casi sin tocar esas formas para él con tanto de sagrado.  Tan solo aportándoles notas de solidaridad, nobleza, belleza.  Aquello, por supuesto, nada tenía que ver con la Academia y para el artista fue su secreto.  Lo ha sido hasta esta noche, en que esta muestra ha colocado ese “Homenaje al trabajo” como el segundo hito de esta trayectoria.

Cuando Maldonado halla su manera peculiar de expresión, desaparece de su horizonte la doble posibilidad de pintura-escultura.  Ello puede explicarse por una doble razón.  La una: el haber reducido las búsquedas y sondeos a la bidimensionalidad confería a esas indagaciones especial intensidad y rigor; y la otra: dando el empleo de materiales y las técnicas usadas, el paso hacia lo escultórico -llegado el momento- estaría expedito, sería casi reclamado por la naturaleza misma de los medios.

Trabaja el artista superficies monócromas en que la repetición serial de los signos logra espléndidos efectos ópticos, y da a esas superficies nuevas claves de unidad y sentido con las “Constelaciones”, una de las cuales le merece el Gran Premio de la II Bienal de Arte Sacro de Celano (1966).

De entre todos los signos uno se le ha revelado como cifra de sabidurías ancestrales.  Recuerda haber dado con él una de esas mañanas en que a los escolares de Píntag se los sacaba a trabajar la tierra.  Allí vio por primera vez esa “S” de trazos rectilíneos, hecha de ascensos y descensos; de eones de gloria, altos, y eones deprimidos; resumen de vida e historia humana.  A partir de esta hierofanía, todas las sabidurías constructivistas y los más exactos rigores heredados del geometrismo concreto se emplearían en exaltar el signo y aprovecharse de su forma significante, lo mismo para construir que para reticular superficies y organizar hermosos laberintos visuales.  Después, el hallazgo tecnológico del inox-color conferiría a todos esos empeños brillantez, reflejos y nuevas posibilidades de realizanción con sentido agudamente actual.  Todo esto lo sabemos muy bien de la pintura de Maldonado.  Pero, ¿y su escultura?

El caso de Esturado Maldonado iba a resultar muy especial -de no ser por cinéticos venezonalos, diría único- en la escultura latinoamericana por las relaciones casi connaturales de su pintura con esa escultura.  Fue el paso de lo virtual a lo material, sin perder virtualidad, potenciándola; es decir, abriendo nuevos horizontes virtuales.  En efecto, la obra bidimensional del ecuatoriano se había ido cargando de fuerzas, de tensiones interiores, de equilibrios de formas, de contrastes visuales entre formas y ausencia de formas, de proyecciones dinámicas, de cinetismo ilusorio, a todo lo cual para desbordar el ámbito de lo llamado pintura y dar el paso a lo tradicionalmente tenido por escultura solo le faltaba la espacialidad de la tercera dimensión.

La manera más directa, más simple y sutil a un tiempo, de dar ese paso fue hacer que los fondos sobre los que se dibujaban las formas rectilíneas y angulares fuesen vacíos reales.  Y surgió una larga y hermosa serie de pequeñas piezas, ya en plena tridimensionalidad escultórica, en que los trazos tornasoles de inox-color surgían, en calado, del vacío.  Vacío por el que podía asomarse el mundo exterior sin peligro de alterar la exacta estructura visual, rica de planos sugeridos y perspectivas, pero con posibilidades de enriquecerla.

Dibujos sobre el vacío.  Fue el primer paso de una sostenida, lúcida y alucinada indagación en el espacio, que aún no ha tocado fondo.

Nuevo paso fue el hallazgo del espacio interno.  En piezas de gran solidez, bloques en los que apenas podía pensarse en algún espacio interior, el artista intuye la presencia de ese espacio.  Y cala una forma, y la desgaja del bloque, y la pieza madre, la pieza originalmente sólida, cobra nueva dimensión escultórica por y para ese espacio nacido en ella, a la vez que el bloque desgajado vive su propia plenitud escultórica, con inagotables realizaciones visuales para el espectador que la rodea.  El espacio que estaba allí y la forma que llenaba ese espacio constituyen dos realizaciones escultóricas autónomas, cuya clave es el espacio.  Con razón decía el artista: “Lo más importante para mí es el espacio”.

 

Pero la línea de mayor coherencia y vigor de la obras de Maldonado, la constructivista, reclamaba su propia realización escultórica.  En las raíces de su seducción constructivista estaban ya soluciones escultóricas tan poderosas como las piedras geometrizadas de Sacsahuamán y Machu Pichu; pero el movimiento mismo de su constructivismo lo incitaba a realizar esas estructuras geométricas en el espacio.  El signo sacramental reclamó en algún momento ser trazado en el espacio, y fueron módulos que permitían convertirlo en sintagma de las más variadas frases.  Llegó en esto el artista a una solución que, por su voluntad de inserción en la cotidianidad, entronca con la Bauhaus.  Aquí, en esta muestra la tenemos: una al parecer sencilla, aunque aerodinámica, mesa de sala, que es juego de modulares componibles, todos ellos realizaciones espaciales del signo sagrado, la “S” ideogramática.

Son los últimos años de la década de los sesentas y se multiplican módulos y estructuras ambientales.  Y otras obras se aprovecham de la espacialidad escultórica para componer tridimensionalmente una suerte de tótems contemporáneos o torres de alguna urbe futurista, cuya unidad se hace de componibles geométricos que combinan los rigores de la pura geometría con la sutileza de la visualidad escultórica, en espléndidos supercomponibles.

La indagación más iluminada siguió internándose por el espacio.  No se dentendría ni ante lo más obscuro y perturbador del espacio.  De ese espacio que, desbordadas las tranquilas certezas euclidianas de las tres dimenziones, se ha tornado para la ciencia misma -para la filosofía lo era desde mucho antes, desde los desoladores e irrecasables planteos kantianos- perplejidad a la que solo hallan salida por el camino de las ecuaciones mantemáticas -que rehúyen la menor contraparte imaginativa-.

Un primer planteo -conceptual más que visual- es el de los hiperespacios.  Obras que en sus trazos lineales crean volúmenes virtuales, que, a su vez, son espacios reales.  Que apresan la espacilidad del vacío, que es para el artista la espacialidad pura: el espacio lleno de espacio.  El espacio que lo es todo: “el hiperespacio”.

Para la teoría de la Relatividad -primer empeño de la física contemporánea para romper la espacialidad tridimensional-, la cuarta dimensión espacial es el espacio-tiempo. Maldonado se había planteado ya la decisiva cuestión de un cuarto espacio en obras suyas de los setentas, a caballo entre pintura y escultura.  En algunos relieves plásticos el artista introduce la luz.  Al plexiglás, dotado de opacidad, sobrepone estructuras modulares.  Pero dejando entre los dos planos un vacío que se llena de luz-color.  El color de la parte invisible de la estructura tiñe esa luz difusa de la superficie, que devuelve como vibración lumínica lo que recibe en color.  Fueron las “superficies diáfanas luminosas”, de las que dijo Guido Montana: “Aquí el tiempo y el espacio se identifican realizando una especie de cuarta dimensión”.

Ya en plena escultura hiperespacial, sin más que el puro espacio como su “materia” -llamémosla así, ayudados por las salvadoras comillas- escultórica, Maldonado rompe de otra manera la tridimensionalidad: por el movimiento.  El hiperespacio estático, al moverse, es y no es; es y a la vez deja de ser y pasa a ser otro espacio.  Como se verá, no se trataba ya del puro mover piezas en el espacio -eso, los móviles, era ya cosa antigua en su arte-, sino de enfrentarse al concepto en esta casi obsesiva cacería del espacio.

Y por allí se llega al momento más avanzado en esta indagación, plasmado en obra importante que, por lamentables aunque explicables limitaciones, no está en la presente muestra: el mural dimensionalista del vestíbulo del teatro de la Sociedad Femenina de Cultura, en Guayaquil.

Cada una de las varillas que llegan a componer ese conjunto con alguna apariencia de fastuoso telón de boca aporta sus tres dimensiones naturales: largo, ancho y espesor.  Pero el artista las retuerce en espiral, y cada una de ellas aloja un nuevo espacio, helicoidal.  Y cada una de ellas entra en relación visual y físicamente dinámica con las otras, con cada una de las otras, y el juego espacial se multiplica.  Y color y luz tensan esas relaciones espaciales…  El concepto de las espacialidad escultórica en una versión de inagotable complejidad por los juegos de dimensiones: eso es para el artista el dimensionalismo.

Y allí dejamos a nuestro artista.  No se ufana como el que ha llegado, pero sí como quien, tras haber transmontado laborioso lomerío, ha visto abrirse ante sí azulosas lejanías, erizadas de cumbres.  Convocado -en 1980- a la creación del grupo romano “Spacio Documento”, este americano tiene las cartas credenciales para seguir incursionando, desde su ladera de artista, en esa clave del mismo conocer y ser del existente humano que es el espacio.

El público medio -o medianamente atento a su entorno- sabía que Estuardo Maldonado era escultor por dos obras suyas de escultura monumental pública, cuya presencia, al menos en mención, se impone en esta gran retrospectiva.

Son importantes las dos porque le significaron al escultor el reto del espacio exterior y del diálogo, ya no con las voces del silencio del taller o museo, sino con el bullicio a veces alocado y siempre insignificante de la ciudad contemporánea.  Las piezas aquellas debían hacerse ver -y acaso entender- también por el filisteo afanoso y apresurado.

Frente al edificio COFIEC asume el reto oponiendo una pieza de solo 9 por 6 metros a una torre de más de veinte pisos -cristal y metal y cemento proyectados vertivalmente hacia el cielo-.  A esas líneas fugadas enfrenta la tau: la horizontal que corona, completa y limita la vertical.  A las superficies planas contrapone sostenida sucesión de ángulos entrantes y salientes -son dos caras de los octógonos unidos con que resolvió el volumen de la barra de la “t”.  Al puro cemento y al vidrio transparente impone el fastuoso color brillante del inocolor.  En suma, frente a lo rígido, lo ricamente sinuoso; frente a lo absolutamente utilitario, lo simplemente bello; ante lo descomunal, lo contenido, lo hecho a escala humana.  Arbol de arte, rico de mediaciones, entre los árboles del parque frontero, y las masas inertes de la ciudad contemporánea.

La otra escultura está en esquina aún más ruidosa y filistea, y, para colmo de males, insignificante: frente al edificio de Electro Ecuatoriana.  Aquí no hay los dos trazos sólidos de la tau.  Con varillas se han dibujado en el espacio dos juegos triangulares invertidos -unos vértices en la base; otros unidos en lo alto-.  No hay casi color: el blanco plata de los trazos recuerda el brillo de la luz, y la líneas en el espacio sugieren tensiones, carga, fuerza.  Electricidad, en suma.  La electricidad como signo y como objeto bello.

Rico de lenguaje y retórica visual; señor del trazo, la forma, las sugestiones volumétricas, las tensiones internas; dominador de los secretos del espacio, el artista podía hablar al hombre contemporáneo lejos de la fácil concesión de la anécdota, de la tranquilizadora presencia de la figura, de la trampa del mensaje de superficie.  Hablarle en el lenguaje esencial, arduo y hondo del arte.

Para cumplir como buen guía, me queda mucho por decir.  Cosas tan decisivas como el entrañable amor del artista por la piedra, que lo lleva a convertir el metal trabajado escultóricamente  en pedestal de piedras intactas, al natural.  Tranquiliza al guía pensar que no se le podía reclamar sino hitos y grandes claves de sentido, caminos por medio de este gran bosque de extraños árboles, árboles que como los de las mil y una noches cantan.  Cantan, con notas que van de gozosos aleluyas a graves pasiones, la grandeza del que Marcel llamó : “homo viator”, hombre siempre en camino a la aurora, pero siempre un poco en el frío desolado de la noche…  Esta noche un ecuatoriano universal, apasionado en su indigar de artista, ha apresado en redes de arte secretos del inasible espacio.  ¿Qué pudo haber dicho de proceso tan mágico la palabra?  Saludarlo, exaltarlo, burcar que todas las miradas se vuelvan a las manos del obrador de la maravilla.  Como en el sacramaneto, en el arte la palabra anuncia.  El misterio se da después.

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